dijous, 20 de març del 2008

El techo del mundo.

Los acontecimientos de estos días en el Tíbet están pensados con toda evidencia para lograr la máxima repercusión mundial y forzar al gobierno de la República Popular China a ceder en su política respecto a lo que llama la "Región Autónoma del Tíbet"(RAT). De ahí que estén haciéndose movilizaciones en el mundo entero en apoyo al Dalai Lama y al derecho del pueblo tibetano... ¿a qué? Pues en principio a la justicia, al respeto a los derechos humanos y al máximo grado de autonomía que pueda conseguirse dentro del marco de la República Popular China. Conviene que se sepa esto porque el grado de información acerca de lo que está sucediendo allí y de las pretensiones de los distintos actores del conflicto no es precisamente extenso.

De ahí que los objetivos que pretende conseguir la campaña de recogida de firmas de Avaaz en una carta al presidente chino, Hu Jintao, sea precisamente respetar los derechos humanos de los manifestantes en Tíbet y abrir un diálogo con el Dalai Lama. Nada más.

Se entiende que los tibetanos más radicales que han participado en las manifestaciones de los últimos días, duramente reprimidas por el ejército chino, pidan la independencia total del Tíbet y consideren que el XIV Dalai Lama, que vive en el exilio en la India, sea un traidor. Esta es una dinámica habitual entre moderados y radicales en todo movimiento político del tipo que sea y muy especialmente en los de carácter territorial. Pero el hecho incuestionable es que el Dalai Lama ha desautorizado expresamente el empleo de la violencia en el Tíbet y no solamente el de las autoridades chinas, sino el de los mismos manifestantes y ha amenazado con dimitir de su condición de Jefe del Estado del Tíbet (no como dirigente espiritual, se entiende) si aquella prosigue.

Para mí, esta clara actitud de condena de la violencia, especialmente cuando se ejerce en nombre de la causa propia, es la que tiene valor moral, la que diferencia la actitud del Dalai Lama de los hipócritas incapaces de condenar la violencia si creen que los beneficia (en Irlanda, en el País Vasco, en Israel, etc) y la que lo asimila a la lucha del Mahatma Gandhi por la independencia de la India.

Porque el Dalai Lama no solamente ha dejado bien claro que desautoriza el recurso a la violencia (incluso la práctica de arrojar piedras en las manifas callejeras) sino que también viene diciendo desde hace tiempo que considera que el Tíbet debe seguir siendo parte integrante de China y que sólo reclama para él el máximo grado de autonomía posible y el respeto a los derechos humanos de los tibetanos.

Que el gobierno chino responda con la represión a estas reivindicaciones consideradas justas en cualquier otra parte demuestra lo insostenible de su posición desde un punto de vista político y moral. De ahí que haya una clara justificación para apoyar una campaña de solidaridad con el Tíbet que vaya encaminada a presionar a la República Popular China a actuar con justicia en la RAT. La protesta internacional es lo único que puede hacer retroceder a los déspotas chinos, temerosos de la repercusión que su intransigencia pueda tener en la celebración de los juegos olímpicos en Pekín este verano.

Ese es el punto central de esta cuestión y el motivo real por el que los activistas tibetanos han puesto en marcha sus protestas. Las esperanzas de que el Comité Olímpico Internacional pueda solidarizarse con la causa tibetana y decretar un boicoteo de los juegos olímpicos en Pekín es prácticamente cero, sobre todo después de que algunos comités olímpicos nacionales, especialmente el estadounidense, ya hayan votado en contra del boicot, aunque sea por un margen mínimo. No obstante, merece la pena seguir y que cada cual cumpla aquí con su papel: nosotros, la opinión pública mundial, firmando para que los chinos se sienten a negociar con el Dalai Lama y vigilando que no se cometan atropellos con los tibetanos; los comités olímpicos rechazando los boicoteos, para que no se pueda acusarlos de instigar "campañas antichinas" y cosas por el estilo; el Dalai Lama condenando el uso de toda violencia, especialmente la que puedan ejercer sus partidarios, para que no quepa tergiversar su actitud; y estos, por último, continuando con su actividad de protestas y manifestaciones en demanda de sus derechos. Es para ellos una ocasión de oro y lo será cada vez más a medida que se acerquen los juegos olímpicos y todos los medios de comunicación del planeta se centren sobre China.

Está claro que el margen de maniobra de los chinos es cada vez más angosto y que el tiempo trabaja a favor de la lucha por la democracia en el Tíbet sobre todo porque cualquier desliz represivo de las autoridades puede desencadenar el movimiento de opinión internacional a favor del Tíbet que fuerce a nuestros gobiernos occidentales a retirarse de los juegos olímpicos y boicotearlos.

Es legítimo pensar que si los países democráticos hubiesen tenido el coraje de boicotear los juegos olímpicos de Berlín en 1936 quizás los nazis no hubieran sido tan arrogantes y se hubiera podido evitar lo que vino después. Dos últimas observaciones al respecto:

a) Me hago cargo de que un posible boicoteo de los juegos olímpicos es una faena para las legítimas aspiraciones de los atletas del mundo entero; pero estos deben entender que los derechos humanos están por encima de cualesquiera consideraciones deportivas por nobles que sean;

b) también de que equiparar a los nazis con la dictadura comunista china puede resultar algo extraño. No obstante, está claro (porque es una de las grandes conclusiones políticas del siglo XX) que hay más similitudes entre las dictaduras, tengan la base económica que tengan, que entre las dictaduras y las democracias. Y una de estas similitudes consiste en sostener que las democracias no son tales, sino dictaduras encubiertas. Eso es lo que ellas quisieran, por lo de la condición del ladrón.

(Las imágenes son fotos de Fanghongy de Lucag bajo licencia de Wikimedia Commons y de Creative Commons).