diumenge, 27 de novembre del 2011

Caballería roja. El arte y el comunismo.

La Casa Encendida alberga una portentosa exposición de arte soviético titulada Caballería roja. Arte y poder en la Rusia soviética, 1917-1945 con tal abundancia de material, magníficamente organizado por la comisaria, Rosa Ferré, que si se pretende contemplarla con cierto detenimiento, da para más de un día. Se ha hecho con un enorme esfuerzo de coordinación y colaboración con muchos museos de Rusia que debe aplaudirse porque el resultado es impresionante. En los cuatro espacios de exposición de la planta baja y sótano de la Casa Encendida se exhibe la mejor muestra del arte soviético, de todo él y en todas sus manifestaciones, que pueda imaginarse.

Hay cuadros de Kandinsky, Chagall, Malevich (uno suyo da nombre a la exposición), Deyneka, Brodsky, etc; carteles de El-Lissitsky, Dmitri Moor, Gustav Klutsis, Maiakosky; fotomontajes de Rodchenko y otros; música de Shostakovich y Prokofiev; libros y poemas de Ana Ajmatova u Ossip Mandelstam; novelas y relatos de Babel, Gorki, Pasternak, Pilnyak; bocetos y diseños de Meyerhold, Maiakovsky de nuevo; artefactos de Tatlin o Theremin; películas de Dziga Vertov, Eisenstein o Pudovkin; esculturas de Vera Mujina e Ivan Shadr. Treinta años de creatividad muy bien expuestos, que dan una idea de la evolución del arte soviético desde la revolución bolchevique hasta 1945, el fin de la Gran Guerra Patria, que no del estalinismo.

Sin embargo, esa idea puede resultar engañosa si el visitante no sitúa en el debido contexto la enorme afluencia de obras de arte que lo asaltan. Para hacerlo, lo aconsejable es comprar el catálogo de la exposición, una obra muy apreciable con aportaciones de especialistas en la materia. Las de Rosa Ferré, las más abundantes, son con mucho las mejores. De este modo, armado con las claves que en el catálogo se encuentran el espectador ya no corre peligro de caer en la trampa de una visión convencional del arte comunista que, de darse, vendría a ser como el triunfo póstumo de la única habilidad en la que el comunismo ha destacado con auténtica maestría: la propaganda.

En efecto, el visitante de buena fe recorrerá las salas y su primera impresión (que, muchas veces, la mayoría, es la única que se obtiene) será coincidente con la interpretación al uso de la evolución del arte soviético y que, más o menos, dice lo siguiente: con la revolución bolchevique, en vida de Lenin y durante los primeros años de la joven república soviética (hasta el ascenso de Stalin en 1927) hubo un tremendo florecimiento del arte, en medio de la libertad de creación más absoluta, un montón de genios en todas las ramas estéticas asombraron al mundo con la fuerza, la originalidad y la belleza del arte revolucionario. Es cierto que, en muchos casos, la creación procedía de las vanguardias prerrevolucionarias pero, a partir de 1917, el comunismo revolucionó no solo la política y la economía sino la literatura y el arte en general, haciendo aportaciones que todavía se imponen con fuerza. A partir de 1927, sin embargo, con el ascenso de Stalin y, sobre todo, al comienzo de los años treinta hay un giro de radical de la política artística del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), el mismo Stalin se mete en cuestiones estéticas, el más rígido dogmatismo ahoga toda creatividad artística, se instalan el realismo socialista y el culto a la personalidad, los artistas se convierten en acobardados servidores y propagandistas de la ideología pseudomarxista del estalinismo y las obras de arte son falsas, bombásticas o puro kitsch.

Esta interpretación al uso es parcialmente cierta y parcialmente no. Es cierta la segunda parte: el estalinismo significó la sumisión del arte a las obtusas directrices del PCUS, administradas por Jdanov, consuegro de Stalin y que tenía tanto sentido estético como un boniato; significó asimismo el soborno de los intelectuales y artistas que se sometieron y la persecución, la tortura, el destierro o la muerte para los que no lo hicieron. Este triste destino afectó a miles de creadores. De los seiscientos asistentes al congreso de escritores en Moscú en 1934, unos años después doscientos habían sido fusilados.

En cuanto a la primera parte, es cierto que en los primeros años de la revolución hubo una verdadera explosión de creatividad artística, pero es falso, como suele darse a entender (ya que nadie se atreve a decirlo claramente por ser claramente mentira) que tal explosión estuviera animada por las autoridades comunistas o que Lenin fomentara la creatividad artística que no estuviera estrictamente ligada a la propaganda. Más abajo volveré sobre este asunto que no es sino el enésimo intento de cargar todas las monstruosidades del comunismo sobre Stalin, salvando la figura de Lenin, cuando es claro que lo único que diferencia a Lenin de Stalin, en esto como en todo, es que el primero murió prematuramente y no le dio tiempo a llevar a cabo todos los crímenes que cometió el segundo. No obstante hizo lo suficiente para justificar este juicio que, insisto, expondré al final de la entrada.

Antes unas palabras sobre el régimen de terror de Stalin que literalmente revuelve las tripas. En 1932, el ex-seminarista pone fin a la multiplicidad de escuelas, corrientes e ismos artísticos y crea una Unión de Escritores Soviéticos. El congreso de 1934 impone la doctrina del realismo socialista y ésta se expande a todas las ramas del arte a partir de la creación en 1936 de un Comité de Asuntos Artísticos de la Unión. Los artistas y creadores que querían prosperar tenían que pertenecer a estas organizaciones; los que no lo hacían ya sabían que les esperaba el ostracismo, la persecución o algo peor. Stalin fue especialmente duro con los escritores y, en concreto, con los poetas: Maiakovsky, Yesenin y Marina Tsvetaeva fueron empujados al suicidio, Mandelstam murió en el gulag, como Shyleiko y Nicolai Punin, segundo y tercer maridos de la poetisa Ana Ajmatova, cuyo hijo, Lev Guvilev también fue deportado y murió en consecuencia. Todo esto lo encontramos en la exposición.

Es Ajmatova, precisamente, la que cuenta en su introducción al primer poema de su obra Requiem que sólo pudo publicarse en Rusia en 1987 la famosa y estremecedora historia que mejor describe el terror stalinista. Estaba la poetisa en una de aquellas colas de familiares de presos y desaparecidos que todos los días tenían que ir a la puerta de la cárcel de Leningrado a esperar durante horas con temperaturas bajo cero por ver si conseguían alguna noticia de sus allegados y que tan bien describe Grossman en alguna de sus obras, cuando una mujer que estaba detrás le susurró al oído (nadie podía hablar en voz alta): "¿puede usted contar esto?" "Sí", respondió Ajmatova, "puedo". El resultado es el poemario Requiem, que pone los pelos de punta.

Pero no fueron únicamente los poetas los perseguidos. En los años del Gran Terror (de 1934 a 1940), Stalin hizo fusilar pintores (Pavel Filonov, 1937), cartelistas fieles hasta la muerte (Klutsis, 1938), novelistas (Boris Pilnyak, 1938; Isaak Babel, 1940), cineastas (Boris Shumiatsky, 1938), dramaturgos (Vsevolod Meyerhold, 1939) o periodistas (Mijail Koltsov, 1940). La exposición contiene obra de todos, mucha de ella, paradójicamente, alabando a su asesino. Por supuesto, al ser la exposición de arte, nada se dice de la masacre estalinista de políticos, militares, médicos, científicos y gente de la calle. Aun hoy es imposible calcular cuánta gente asesinó este tirano.

¡Ah, pero es que el estalinismo fue una degeneración del comunismo, del leninismo! Lenin era otra cosa. ¿Acaso no previno en su testamento de lo que se venía encima con el georgiano al que él mismo había nombrado secretario general? Es posible que tuviera segundos pensamientos pero, en realidad, Stalin no es sino la continuación de los métodos de Lenin. Fue Lenin quien cerró la asamblea constituyente y ahogó la democracia en la cuna; fue él quien ordenó reprimir a sangre y fuego la sublevación de Kronstadt, él quien hizo fusilar al Zar y su familia, incluido el zarevich, un niño, sin juicio alguno (y mantener oculto este crimen durante años) y él quien puso en marcha los primeros campos de concentración. En realidad no es Stalin ni tampoco Lenin, es el comunismo. Con él comienza el terror y la única diferencia entre Stalin y Lenin es que éste fallece muy pronto, está muy ocupado con la supervivencia del poder bolchevique (guerra civil, comunismo de guerra, NEP) y, desde su muerte (en 1924) hasta el triunfo de Stalin en la lucha interna por sucederle (1927), los comunistas tienen poco tiempo de ocuparse de los artistas.

Es decir, el grandioso florecimiento del arte revolucionario que se abre en 1917 es posible no gracias a los bolcheviques y Lenin, sino, al contrario, gracias a que los bolcheviques y Lenin estaban ocupados tratando de sobrevivir. Así se desarrollaron las vanguardias, o los grupos de artistas, como el Proletkult o Lef, por cierto, todos ellos sinceramente bolcheviques y revolucionarios. De todo esto hay magníficos ejemplos que suspenden el ánimo en la exposición. En punto a producción artística, la Rusia bolchevique no tenía nada que envidiar a la Alemania de Weimar. Y si en ésta hubo expresionismo o la neue Sachlichkeit, en Rusia hubo futurismo, constructivismo, acmeísmo, suprematismo o productivismo. Otro curioso parecido que se daría unos años después entre Alemania (ahora la nazi) y la URSS fue la persecución de las formas artísticas que disgustaban a las respectivas tiranías y ambas bajo el mismo nombre: "arte degenerado".

Pero todo ello no gracias a Lenin, sino a pesar de él. El fundador del bolchevismo no tenía inquietudes artísticas y sus gustos eran conservadores, por no decir del montón. Odiaba las vanguardias (para vanguardia ya estaba él) y los ismos. Su único interés en el arte residía en su faceta propagandística y por eso apoyó el cine, puso al dramaturgo Anatoli Lunacharski al frente del comisariado de arte y facilitó que se crearan aquellos trenes que llevaban los documentales de Dziga Vertov por los pueblos de la estepa. Pero ahí se acababa su preocupación y en el resto fue tan arbitrario y censor como Stalin sólo que mucho menos eficaz. Si Nadia Krupskaia iba al teatro y no le gustaba la obra, el dramaturgo recibía un aviso, igual que cuando Stalin iba al estreno de, por ejemplo, la Lady Macbeth de Shostakovich, no le gustaba y, al día siguiente, la Pravda cargaba contra una música que no era tal, sino un caos burgués, asunto peligroso que podía llevar al creador al gulag. Fue Lenin quien mandó al exilio a docenas de intelectuales y creadores, desde el novelista Evgenii Zamiatyn hasta el filósofo Nicolai Berdiaev, pasando por el sociólogo Pitirim A. Sorokin. Y fue igualmente Lenin quien hizo fusilar en 1921 a Nicolai Gumilev, primer marido (divorciado) de Ana Ajmatova, bajo la acusación de conspiración monárquica. Aún no se había descubierto la práctica de torturar y fusilar gente bajo la acusación de trostkistas. Es el estalinismo, es el leninismo, es el comunismo en definitiva, el que ahoga toda libertad creadora y, cuando puede, termina con los mismos creadores.

Una última noticia respecto a otro episodio siniestro de abyección de los intelectuales y artistas en la Unión Soviética que se encuentra documentado en la exposición y del que da cumplida cuenta el catálogo. En 1934, Maxim Gorki pone en práctica su teoría de que los escritores deben trabajar en brigadas como los proletarios y escoge a ciento veinte autores para escribir un libro glorificando la construcción del canal de Bolomor, que unió el mar Báltico con el el mar Blanco con una longitud de 227 kms. Era una de las grandes obras emblemáticas del estalinismo y no sólo por la proeza de ingeniería. Lo que Gorki y los demás escritores al servicio de Stalin celebraban era el hecho de que la obra fuera, además, una comprobación de las doctrinas comunistas sobre la regeneración de los presos mediante el trabajo forzado. Porque el canal -que los ciento veinte autores visitaron mientras se construía- fue obra de presos que lo hicieron picando el granito casi con las manos. Es decir Gorki y los autores estalinistas no tuvieron inconveniente en glorificar el gulag.

Relación de imágenes:

Primera: Kasimir Malevich, Caballería roja (h. 1930).

Segunda: El Lissitsky, Derrotad a los blancos con la insignia roja. (1920).

Tercera: Kuzma Petrov-Vodkin, Retrato de Ana Ajmatova (1922).

Cuarta: Isaak Brodsky, Stalin (1933).

Quinta: Stepan Karpov, La amistad de los pueblos (1922-24).

Sexta: Vera Mujina, El trabajador y la koljosiana (s.d.).

Séptima: Gustav Klutsis, Viva la URSS (s.d.)