diumenge, 9 de febrer del 2014

La democracia y su defensor.

Casi centenario falleció ayer en una residencia de Connecticut Robert A. Dahl, uno de los padres de la ciencia política contemporánea y figura respetada por encima de querellas doctrinales. Dahl era hijo de inmigrantes noruegos en los Estados Unidos. Recordaba los años duros de la recesión siendo él adolescente, cuando había de recorrer grandes distancias para ir al instituto en mitad de la nieve, pues vivían en Alaska. Andando el tiempo llegaría a ser uno de los grandes teóricos de la democracia en el siglo XX, junto a los Sartori, los Hayek o los Schumpeter. Tengo para mí que esa experiencia vital de los que vienen de abajo, esa voluntad por ascender por méritos propios en un mundo de oportunidades siempre escasas, condicionó el enfoque dahliano del objeto de estudio al que dedicó toda su vida, la democracia.

A veces se le criticó lo que muchos entendían como una función ideológica y justificativa de su teoría de la democracia pluralista, sobre todo frente a los análisis marxistas. El pluralismo era una forma del funcionalismo y no estaba bien visto. Encima, Dahl, que tenía su punto de ironía, reverdeció el concepto hegeliano de poliarquía, no aplicado a la Edad Media sino a las democracias contemporáneas. Este último sigue siendo término de culto en cenáculos, pero el concepto de pluralismo se han expandido entre los estudiosos y la gente en general. La democracia pluralista se ha convertido en staple food de los debates. Casi parece una redundancia pero conveniente en tiempos en que la democracia puede adjetivarse de otras sospechosas maneras, como "socialista" o "popular" u "orgánica" o "islámica".

Desde el punto de vista de la teoría, el enfoque pluralista posibilita otros refinamientos analíticos, como la democracia "neocorporatista" o la "consocional". La categoría de Dahl se mide por la cantidad de vías y perspectivas que abre su obra.  Una obra muy rica porque está edificada sobre bases científicas (expuestas en un temprano texto de 1963, sobre Análisis político moderno), sólidamente empíricas, como sabe todo el que haya leído aquel trabajo pionero que trataba de zanjar en este terreno la espinosa cuestión del poder en ¿Quién gobierna? Democracia y poder en una ciudad norteamericana (1961). Al mismo tiempo, siempre tuvo una visión matizada, pegada a la realidad material. Junto a su cuidadoso y elaborado edificio teórico sobre la democracia política, Dahl argumentaba en favor de una democracia económica, una perspectiva en la que había trabajado con Charles E. Lindblom (1951) y que continuaba con Prefacio a una democracia económica en 1985. O sea, un hombre que alternaba la torre de marfil con la barricada, o más bien la calle, pues eso de barricada es excesivo para Dahl.

En la vida del mundo, Dahl hizo aportaciones importantes en asuntos esenciales del funcionamiento de los sistemas democráticos, siempre entendidos desde la perspectiva pluralista. Su libro ¿Después de la revolución? es una especie de reflexión y balance sobre los años sesenta y las perspectivas que se abrían. Pero sus mayores desvelos los dirigió al funcionamiento de la oposición en la democracia, La oposición política en las democracias occidentales (1966) o Regímenes y oposiciones (1973). La idea es clara: la democracia es democracia si lo es para la oposición.

En 1989 publicó la que, para mí, es su obra principal, el resultado de cuarenta años de trabajos, La democracia y sus críticos, en la que especifica los que considera requisitos básicos de la democracia y polemiza con las visiones críticas de esta. La de Dahl es una teoría democrática de la democracia. En sus obras posteriores pareció ir convirtiéndose poco a poco al campo de esos mismos críticos por cuanto consideraba que la estructura misma de las sociedades capitalistas, especialmente el poder de las grandes corporaciones, impedía y coartaba el funcionamiento de una democracia plena. Esta forma de restricción y falseamiento de la democracia que obstaculiza la participación de la gente en los asuntos públicos ya  venía posibilitada por la propia Constitución de los Estados Unidos. Sin duda una visión crecientemente pesimista que no llegó a imponerse sobre su fidelidad al principio de la democracia como tipo ideal.