divendres, 1 de juliol del 2016

El pesimismo del mundo

André Glucksmann (2016) Voltaire contraataca. Barcelona: Galaxia Gutenberg.
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Es el último libro de Glucksmann, que murió a fines del año pasado; una obra muy representativa del estilo y las preocupaciones, incluso obsesiones, del autor. Pero no una obra "final" o de esas de las que suele decirse que "recapitulan" una vida. Al contrario, es un trabajo más de combate de este combativo filósofo que todavía contaba sin duda con librar otras batallas.

Glucksmann tuvo una existencia muy agitada, condicionada por los grandes problemas y conflictos de su tiempo... y algo más. En los comienzos de su carrera, aparece como un militante maoísta, de extrema izquierda y como tal vive el mayo del 68. Posteriormente daría un giro de 180º para integrarse en el grupo de los "nuevos filósofos", todos ellos prounciadamente de derechas. Glucksmann, que ya había abandonado el Partido Comunista francés, se convierte en una especie de "sesentayochero" arrepentido o "reintegrado", como les sucedería  a otros. Sin embargo, su circunstancias biográficas lo muestran como un caso muy especial. Era el tercero de los hijos de un matrimonio judío que fue primero sionista y se hizo luego comunista. El padre trabajó para el servicio secreto militar de la URSS y murió prematuramente en un naufragio. La madre siguió siendo fiel a los principios del comunismo hasta su muerte en los años setenta. De este modo, la rotunda ruptura de Glucksmann con el marxismo, al que equipara con el totalitarismo, no implicaba tan solo un dato histórico sino una actitud vital que, a su vez, lo enfrentaría con los usos de la nueva familia que se estableció cuando la madre casó en segundas nupcias con un comunista austríaco.

La obra de Glucksmann no es sistemática, sino más bien fragmentaria y muy vinculada a los acontecimientos sociales y políticos de su tiempo, desde la primera, El discurso de la guerra (1967), en la que reflexionaba sobre el fenómeno bélico en el contexto de la guerra fría hasta la época actual, con especial detenimiento en la obra de Mao Tse-tung, pasando por una variada serie de ensayos que han tenido siempre bastante repercusión. Con especial agrado se recuerdan Los maestros pensadores en el que ajusta cuentas con Fichte, Hegel, Marx y Nietzsche, La cocinera y el devorador de hombres en el que rompe abruptamente con el marxismo, equiparándolo al totalitarismo o La estupidez, obra que tendría mucha difusión y en la que critica en especial el papel de los intelectuales, de la gente como él, a los que atribuye un complejo "napoleónico".

Voltaire contraataca es una reflexión sobre las circunstancias del mundo contemporáneo hecha a base de aplicarle la lente de la célebre novela del filósofo ilustrado, Cándido o el optimismo, una obra que comienza con una especie de recomendación ("Lee Cándido y conócete a ti mismo") que, en cierto modo, es paralela a aquella otra con la que termina la novela volteriana, "cultivemos nuestro huerto".

 Cándido nace de la experiencia del terremoto de Lisboa y Glucksmann le contrapone otra novela de Voltaire, Zadig o el destino. Zadig tiene dos ventajas: una revelación (del ángel Jesrad) y un destino que luego irá reproduciéndose en la historia del pensamiento, en la idea leibniziana del mejor de los mundos; en la del fin de la historia, de Hegel; en la de la sociedad sin clases de Marx; o en la "revelación"  heideggeriana. A diferencia de él, Cándido no ha tenido esas iluminaciones. Viene a un mundo que, como el de hoy con la globalización, conoce la libre circulación de personas, bienes e ideas. Un mundo confuso y atropellado.

Tenemos mucho que aprender de Voltaire. En nuestro tiempo todo está lleno de refugiados, de los déracinés de Barrés: El ejemplo más típico, los gitanos, los zíngaros, romaníes, capaces de desencadenar una histeria general en Francia, a pesar de que en este país hay muchos menos que en otros de centroeuropa. Y ¿cómo no vamos a dejarnos atrapar por esa histeria frente al peligro imaginario del "otro" que nos invade si somos el resultado de una cultura que ha glorificado la muerte y el asesinato desde los orígenes (Edipo asesina a su padre; Orestes a su madre y al amante de esta; Rodrigo Díaz de Vivar al padre de Jimena) hasta los tiempos modernos, los de la guerra de los 7 años, de los 30 años; tiempos pródigos en carnicerías, quemas de judíos, anabaptistas, cátaros, protestantes, que  anuncian las hecatombes que llegarán más tarde. Hoy, las estadísticas muestran que las víctimas civiles en las guerras son siempre más numerosas que las militares.

En su tragedia, Mahoma, el profeta, Voltaire ataca el integrismo en nombre de la tolerancia. La justicia humana solo puede basarse en el derecho natural de “no perjudicar”. No puede tener mayor proyección. Cándido no ambiciona colgar el último rey con las tripas del último cura, como quería el abate Meslier, pero Voltaire se hace eco de la incredulidad absoluta del abate, en un momento que Glucksmann bautiza con expresión feliz como "el filósofo contra la filosofía". Voltaire es el filósofo de la finitud actual. A Cándido le da igual la existencia o no existencia de Dios. Lo que el relato de sus peripecias muestra es su no intervención permanente. Hay que tener un espíritu templado para oponerse al integrismo desde la tolerancia y el escepticismo. Tal es la finalidad de que, en su Diccionario filosófico, Voltaire reproduzca íntegro el célebre texto de Lactancio en que Epicuro considera las cuatro posibilidades en relación con la existencia del mal en el mundo, algo más complicado que el ingenuo optimismo que predica el doctor Pangloss.

La continuidad del espíritu de tolerancia ilustrada de Voltaire lleva a Glucksmann a hacer una defensa que él llama "anacrónica" de los derechos del hombre pero con un fuerte sesgo pesimista. Así, deja constancia de que hoy llamamos “lucidez” a la reticencia a resistir. “No puede hacerse nada”, decimos y, así, no se denuncia del Gulag, ni el caso del boat people vietnamita (por cuya causa es sabido que Glücksmann movilizó a Sartre y Bernard-Henry Levy). Tampoco se apoya el movimiento polaco de Solidaridad, ni la lucha de los argelinos contra el integrismo o la de los caucasianos por su emancipación y hasta admitimos el genocidio de los tutsis en Ruanda. Es impresionante el momento en que el autor contrapone esta indiferencia, este abandono contemporáneo a la implicación personal de Voltaire por la tolerancia en los tres conocidos casos de Calas, Sirven y el caballero de la Barre. 

Sin duda, con la caída del muro de Berlín, epílogo de la guerra fría, el optimismo panglossiano invadió todo, desde los palacios a las chozas y, en el colmo de la ingenuidad, llegó a especularse con el fin de la historia.

Glucksmann cree que la construcción europea es la alternativa que ofrece el siglo XXI al renacimiento del patriotismo y el nacionalismo. Seguramente tendría algo que decir con la brexit. En esta Europa, dirigida por Alemania, el "ángel" de Angela Merkel, resulta ser el país más popular del mundo. Se siente uno inclinado a gastar la broma de si, al final, Merkel no será la personificación de la Cunegunda que Cándido busca tan desesperadamente.  Porque, al fin y al cabo, el  sueño europeo aparece ensombrecido por esos fenómenos que ya se denunciaban al comienzo: los desplazados, exiliados, expulsados; por las matanzas, los troceamientos de gente.  Glucksmann se hace eco del dictamen de Khodorkovsky, el millonario ruso que ha pasado diez años en Siberia recientemente como en los viejos y sempiternos tiempos: la locura, la violencia y la corrupción, son males peores que la bomba atómica. 

En definitiva, Glucksmann viene a decir que, en paralelo con Goethe (Fausto), Marx (el Manifiesto) Voltaire explora el acceso de la modernidad a ella misma. Ya no hay imperios, todos han caído y los EEUU no quieren o no pueden serlo.  La misma noción romana de Imperio está obsoleta, cosa que no sé cómo sonará a los oídos de Hardt y Negri. En su lugar observa una reaparición y difusión del espíritu de la “renardie” esto es, un compuesto de picardía, extralimitación, demasía, indiferencia, etc frente a lo cual suena la recomendación del partidario de "aplastar la infame", esto es, cultivar nuestro huerto.

Un libro que contiene una mirada escéptica, tolerante, pero también indignada sobre el mundo contemporáneo, desgarrado entre el conformismo y la indiferencia. Si alguna objeción se le puede poner se encuentra en el hecho de que el examen no menciona ni una vez el fenómeno del terrorismo actual, que proyecta una sombra inquietante sobre las posibilidades de encontrar respuestas moralmente válidas a la cuestión de los refugiados.