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divendres, 26 de juny del 2015

Visión filosófica de la política.


Fernando Beresñak, Hernán Borisonik y Tomas Borovinsky (Eds.) (2014) Distancias Políticas. Soberanía, Estado, gobierno. Madrid: Miño y Dávila. (190 págs.)
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Los tratados de historia de la teoría o filosofía políticas suelen seguir un patrón, más o menos común. Casi todas son historias de pensadores o escuelas, como las de la filosofía, dado el carácter acumulativo de estos saberes. Y tratan un elenco de autores canónicos representativos de una doctrina o un hallazgo que han dejado huella, siendo debatidos por generaciones posteriores. Así ( entre otros) Bodino, para la teoría de la soberanía, Hobbes para el estado de naturaleza, Locke para el contrato social, Rousseau para la democracia, Tocqueville para la revolución. No suelen aparecer en cambio otros autores  que han tenido influencia política indirecta, pero no han sido fundadores de una concepción específica en este campo o, si lo hacen, es como contexto al estudio de los canónicos. Tal es el caso, también entre otros, de Cicerón, generalmente adscrito a los campos de la jurisprudencia, la oratoria, la filosofía; de Maimónides, también monopolizado por la filosofía o los cometarios de la Torah; de Lutero, considerado en su faceta de lucha dogmática;  o de Galileo, en quien se valora ante todo su espíritu científico.

La originalidad de este estupendo libro, compuesto por nueve estudios independientes de otros tantos especialistas se echa de ver en la selección de autores, que son los que hemos citado más arriba, presentados en orden cronológico, por no otra razón que porque algún orden habían de tener. Los temas son tan disímiles y los autores tan diferentes (cinco canónicos y cuatro no canónicos) que hasta encontrar un título común ha debido ser complicado. Distancias políticas es tan bueno como cualquier otro porque tiene muchos significados o implicancias, como gustan escribir varios de los autores, casi todos ellos latinoamericanos, sin perjuicio de ser un lejano leitmotiv de carácter espacial.

En conjunto el libro tiene un nivel alto, riguroso e innovador. Atrapa al lector porque desde el primer momento se ve que el propósito general es apartarse de los caminos trillados y explorar otros nuevos, tanto en autores poco frecuentes como en aspectos menos conocidos de los habitantes habituales de la polis. En cada capítulo se azuza la curiosidad de ver qué nuevo matiz aparece en la consideración del siguiente pensador.

Comienza Juan Acerbi con un capítulo sobre tradición, divinidad y persuasión. Condiciones de posibilidad en torno al concepto de razón de Estado en Cicerón que descansa sobre la importancia que el jurisconsulto otorgaba al Mos maiorum como fundamento de la sociedad, de la res publica (p. 22). Es la base misma del pensamiento conservador. La cuestión reside, como siempre, en cómo compatibilizar el respeto al Mos maiorum, intangible para los jurisconsultos justinianeos, con la inevitable evolución de la sociedad. La respuesta estaba en el aire: a través de la equidad, que vendría recogida en el derecho pretorio. Pero, al tratarse de un terreno inseguro, era menester que el "orden de los mayores" estuviera protegido por los dioses. De ahí que Cicerón aconsejara que el pueblo pensara que todo estaba lleno de dioses (p. 28). La razón de Estado es divina.

Emmanuel Taub, El ángel y el lenguaje. Angeología y poder soberano en el pensamiento de Maimónides es un examen del alcance y función de los ángeles en la Guía de los perplejos del filósofo cordobés. En su visión, el mundo tiene tres géneros: las criaturas materiales cambiantes, la materiales no cambiantes y las inmateriales, que no tienen cuerpo ni son de materia, pero sí tienen entendimiento individual. Son diez categorías de ángeles, desde el superior, Hayot a Kodes hasta el último, Ischim, considerado en la jerarquía angélica judía como "parecido a los seres humanos" y que, por tanto, puede comunicarse con ellos a través de los profetas (pp. 41/42), aunque algunos otros también lo hayan hecho ocasionalmente, como los serafines o los querubines. Los ischim son los últimos ejecutantes de los designios divinos. El soberano del mundo es Dios; los ángeles ejecutan sus designios, pero tampoco conocen su esencia ni, por tanto, su nombre, como los seres humanos (p. 44).

Hernán Gabriel Borisonik firma un gran trabajo sobre la política negativa y el problema de la economía en el ingreso a la Modernidad, cuyo punto central es la idea de que el Renacimiento y la Reforma son "las puertas de entrada al Occidente moderno" (pp. 57, 68). La obra de Lutero desembocó en la ironía de que el agustinismo político de la Iglesia cayera bajo la crítica de un monje agustino (p. 71). Lutero aparece como el gran adalid de los gobiernos nacionales (p.72), conclusión de una línea coherente de pensamiento, sagazmente trazada por el autor: la crítica a la actividad económica de la Iglesia (p. 60) se complementa con el ataque a la separación entre poder clerical y poder secular en su escrito A la nobleza cristiana de la nación alemana y la orden de que todos deben someterse al poder político dominante (p. 64). Los curas también. La Reforma abrió el camino a la modernidad en Europa. No en España, que se cerró en la doctrina de Trento. Pero esto pertenece a otro orden de preocupaciones.

Alexandre Nodari, en Soberanos y piratas, censores y vagabundos: la amenaza de la eversión en los Seis libros de la República presenta un aspecto poco tratado pero tremendamente actual de la doctrina bodiniana de la soberanía. Recuerda Nodari a Schmitt (quizá el teórico más recordado en el libro) cuando lo cita: Soberano es quien decide sobre el estado de excepción (p. 80), porque resume muy bien a Bodino, de quien está extraída la idea. En estado de necesidad, el Soberano puede recurrir al engaño y el fingimiento por el bien de la república, es decir, ponerse a la altura de los piratas, cuyo rasgo esencial es el recurso a la mentira. Pero, al hacerlo, corre el peligro de convertirse en uno de ellos. Sustitúyase "piratas" por "terroristas" y tendremos el caso de la doble vara de medir que caracteriza el comportamiento de los Estados y el derecho internacional hoy día. Los piratas, los terroristas, "fingen ser lo que no son" (p. 86), procedimiento al que acuden los Estados. Para evitar que la sociedad sea víctima de los falsarios se requieren censores (p. 87). El peligro de la eversión se da cuando hasta la censura falla y la sociedad se vuelve completamente pirata, se puebla de vagabundos. Un supuesto extremo de sociedad que Nodari no considera utópica ni distópica, sino atópica y quizá por eso sitúa en ella la batalla entre la soberanía y la libertad (p.92). 

Fernando Beresñak, en Motivaciones, argumentos e implicancias políticas de la espacialidad galileana acomete una cuestión muy interesante en la valoración ajustada de la aportación de Galileo a la ciencia en la medida en que la examina a la luz de su compromiso o interés de resolver la disputa entre la filosofía y la matemática tanto científica como políticamente (p. 97). Su posición y su conflicto con la Iglesia lo forzaron a formular una concepción de la ciencia que puede pasar por religiosa. Su aportación no sería tanto a una concepción puramente cientifica, sino más al proceso que el autor llama de "secularización moderna" (p. 109), el resultado de una controversia teológica, política y científica sobre la verdad (p. 108). Así resulta que la matemática, que es la ciencia de Dios, de origen incomprensible para los hombres, es también la ciencia por antonomasia del gobierno. (p. 112)

Fabián Ludueña Romandini escribe sobre Soberanía y demonología en el pensamiento político de Thomas Hobbes. El orden social solo es posible mediante la evitación de la guerra civil a través de un Estado que garantice la vida de los súbditos (p. 115). La soberanía hobbesiana traduce la matematización galileana del universo (p. 118) y la "multitud" es el concepto político decisivo y la condición de la estructura soberana (p. 119). Eliminada la guerra civil interna, resurge en la política mundial (p. 121). En cuanto a la interna, la concepción pragmática de la religión para la legitimación del soberano, es decir, su teología política, no suponía la aceptación de la existencia de los demonios, que serían responsables de ella. De ahí el ataque de Leviatán a la ciencia política de los demonios (p. 122). El rechazo a los espectros inaugura la Modernidad, lo cual plantea el problema del lugar de la imaginación que en el 68 se quería que ocupara el poder (p. 129).

Joan Severo Chumbita, La ausencia del pueblo. Cuatro elementos del liberalismo clásico en la teoría política de John Locke, es un conciso cuanto brillante estudio del pensamiento de Locke a partir de cuatro ejes: el concepto iusnaturalista del hombre, el derecho de propiedad, la reserva de los derechos políticos a los propietarios y el derecho de resistencia (p. 132). El hombre es el individuo utilitario, que maximiza su beneficio. La propiedad privada el resultado de la abundancia en el estado de naturaleza, se refiere a unos cuantos, los propietarios, y excluye al pueblo porque, aunque la tierra sea don de Dios a la humanidad, el hombre se la apropia mediante el trabajo pues así genera más riqueza (p. 138). Objetos de apropiación son los frutos, la tierra, el trabajo y la vida humana, que da la esclavitud, algo que Locke rechaza en la sociedad política (p. 140). La reserva de derechos políticos a los propietarios es exclusión del pueblo también. Este solo vuelve a ser sujeto en cuanto ejerce el derecho de resistencia, cuando la gente (sin distinción entre propietarios y no propietarios) retira su consentimiento al gobierno (p. 145).

Rodrigo Ottonello, El problema de la extensión de los cuerpos políticos en la filosofía de Jean-Jacques Rousseau se concentra en el examen de la vida de los cuerpos políticos en Rousseau; no de cómo o por qué mueren, sino de cómo pueden crecer, multiplarse, ampliarse, progresar (p. 154). A base de la Profesión de fe del vicario savoyano, del Ensayo sobre el origen de las lenguas, de la parte correspondiente del Contrato social y el Discurso sobre economía política, Ottonello cartografía las ideas del ginebrino respecto a las relaciones entre materia, cuerpo y extensión (p. 156), el Estado, el soberano y el gobierno (p. 163) y, por supuesto la extensión en que este actúa. Preocupa a Rousseau la cercanía y dispersión de los hombres en los espacios y el hecho de que el gobierno pueda regular el movimiento de las vidas personales o decidir la extensión de la vida en general. Es de reseñar la feroz oposición del ginebrino a las prácticas de control de la natalidad (p. 166). Él personalmente, el ciudadano Rousseau, por cierto, tuvo cinco hijos que llevó metódicamente uno a uno a la inclusa.

Tomas Borovinsky, El porvenir de la revolución, la democracia y la decadencia: pensar a partir de Alexis de Tocqueville. El núcleo esencial de Tocqueville en La democracia en América suele considerarse como un ejemplo de elegante lucidez decadentista. Para el aristócrata liberal, los Estados Unidos son la prueba de que los hombres prefieren la igualdad a la libertad, que la democracia es imparable y nos igualará a todos en la condición de burgueses (p. 183); o sea, el socialismo para entendernos hoy. En El antiguo régimen y la revolución, el punto esencial era otro: son las reformas las que abren la puerta a la revolución que divide luego al continente (p. 175). Dos países dominarán en el futuro: los Estados Unidos y Rusia. Durante la guerra fría, Tocqueville sentó plaza de profeta. Luego, ha quedado el poso de su clarividencia, al celebrar lo fáustico del espíritu empresarial norteamericano (p. 185). Entre tanto, Borovinsky rastrea la influencia de Tocqueville en Schmitt y Heidegger, cuando asimila liberalismo y socialismo (p. 181), así como Aron y otros. Tocqueville no fue solo augur de la guerra fría sino precedente y pionero de la teoría de la convergencia con la que esta trató de superarse a sí misma en el terreno teórico.

divendres, 17 de gener del 2014

El impacto de internet.

César Rendueles (2013) Sociofobia. Madrid: Capitán Swing, 196 págs.

Hace unas fechas, con motivo de mi cumpleaños, un amigo me regaló este libro de Rendueles, acompañado de una observación típicamente ambigua entre académicos: “léelo; dice lo contrario de lo que dices tú.” No era precisa más recomendación, así que, sopladas las velas, despedido el último invitado, recogidos los platos y acostados los niños, me sumergí en tan incitante texto.

Una vez terminada la lectura dejé pasar unos días pues la experiencia dicta que todo cuanto se siembra necesita un tiempo para germinar y, desde luego, los libros –sobre todo si son tan interesantes como este- son poderosas simientes. Pasada la carencia, decidí comenzar mi comentario con una simple pregunta: ¿dice el libro lo contrario de lo que yo digo o pienso? Para contestar tendría que responder antes otras cuestiones. ¿Estoy seguro de lo que digo y pienso? Y ¿acerca de qué? Al no poder contestar a mi entera satisfacción, tendría que interrogar a mi amigo pues es conocimiento general que los demás suelen saber lo que pensamos e interpretar lo que decimos mejor que nosotros mismos. Lo que nosotros pensemos es irrelevante. Así que me lo figuré y no fue difícil: para mi amigo, soy lo que vulgarmente se conoce como un ciberoptimista o ciberutópico mientras que, en principio, el autor de este libro es un ciberpesimista o (según gustan considerarse los ciberpesimistas) un ciberrrealista.

Una vez aclarado el terreno de juego, ya solo quedaba empezar la partida del diálogo con el texto. Pero, de inmediato se me planteó una cuestión: no admito la etiqueta de “ciberoptimista” o “ciberutópico”, no porque no esté convencido del carácter beneficioso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y muy especialmente de internet y no porque no crea que son fuerzas decisivas en la evolución de la especie, sino porque no veo qué tenga eso de utópico. Para convencerse, basta con echar una ojeada alrededor: cientos de millones de personas conectadas entre sí en tiempo real compartiéndolo todo. Algo jamás experimentado antes. Por supuesto, de inmediato llega Morozov, -un “ciberrrealista” cuyo negociado es dar alimento espiritual a todos los maníacos depresivos del planeta a través de los medios cuya eficacia cuestiona sistemáticamente- a decirnos que no nos dejemos engañar y que, en el fondo, no estamos conectados sino desconectados, aislados y controlados. Suena, ¿verdad? Se dijo de la tele y también entonces era en parte cierto y en parte no.

El asunto no da para más. Recuérdese: la técnica es neutra. El bien y el mal son nuestros. Por eso voy adelantando que no creo decir nada en discrepancia con el libro. Al contrario, coincido básicamente con su contenido. Este es muy interesante, ilustrativo, está lleno de observaciones sugestivas, que van brotando de un estilo muy vivo pero quizá no muy sistemático. El ensayo tiene un poco la riqueza discursiva del jardín de los senderos que se bifurcan, lo cual hace la lectura amena, pero es un inconveniente a la hora de dar razón de lo leído. Está uno obligado a sintetizar y a hacer una especie de triage, de selección, cosa que tiene siempre sus peligros.

Rendueles estructura su trabajo en tres partes: una especie de introducción, Zona cero. Sociofobia y dos numeradas: la primera, la Utopía digital y la segunda Después del capitalismo.

La sociofobia es la “idea central” de las corrientes liberales (p. 25). Es la última consecuencia del individualismo benthamiano que pregona gente como Friedman. Cierto. Y la señora Thatcher, de quien es aquella rotunda afirmación de que “la sociedad no existe; existen las familias”. Sobre ese devastado “panóptico global” se erige el “fetichismo de las redes de comunicación”, el ciberutopismo, que es un “autoengaño” que nos impide ver cómo los obstáculos a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización (p. 35). Es verdad, pero ese impedimento ¿no estaba ya antes? Si de ideología se trata, antes de la ciuberutópica ha habido muchas. ¿O tiene algo especial el ciberutopismo? Eso tampoco encaja con el recurrente debate sobre la eficacia real de la realidad virtual. Pero algo sí va saliendo claro: el asunto no es sencillo.

Por eso hay que ir por partes. La primera versa sobre la “utopía digital”. Esta nace del “ciberfetichismo”, concepto de claro cuño marxiano, aunque el autor precisa que los ciberfetichistas predican lo contrario de lo que sostenía Marx (p. 45). Esto probablemente sea matizable, pero no merece la pena ya que si algo puede calificarse de ciberfetchista será porque incurra en muchos otros dislates. Sí la merece, en cambio, a mi juicio, justificar el uso del sustantivo “utopía” que tiene tantas dimensiones de todo tipo, incluso epistemológico. ¿Cuál es el alcance del concepto “utopía digital”? El resultado es lamentable. Internet no puede aceptarse como esfera pública porque, sobre estar muy contaminada, “limita la cooperación y la crítica política, no las impulsa” (p. 53). Vayamos a un par de casos concretos que el autor analiza con mucho acierto.

El caso del copyright, de la propiedad intelectual, asunto de intenso debate. Los bienes públicos y la propiedad intelectual siempre estuvieron en equilibrio inestable. No se podía limitar el acceso a las emisiones analógicas de radio/TV, por ejemplo (p. 54). La propiedad intelectual en Occidente aparece marcada por “la decisión de confiar al mercado una parte sustancial de la tarea de producir y difundir los bienes inmateriales, así como de remunerar a los autores” Fue una opción deliberada; había otras opciones. “A fin de cuentas, históricamente el mecenazgo no mercantil no ha dado tan malos resultados” (p. 55). Históricamente, los mecenazgos no mercantiles fueron los de la nobleza y la iglesia. Hauser argumentaba in illo tempore que el ascenso de la burguesía y la liberación del vasallaje de los artistas e intelectuales a través del mercado redundó en beneficio de la libertad de creación . Es de suponer, claro, que la tutela ideológica de la burguesía se hará sentir pero, de hacerlo, será de modo más difuso, a través del mercado. De hecho, los más feroces ataques al dominio de la burguesía han venido de la burguesía.

Pero, además, la cuestión de la propiedad intelectual está muy ligada, ya desde el comienzo de la imprenta, al monopolio y la censura. Por supuesto, desde entonces las cosas han dado muchas vueltas y, en parte, es lícito pensar que los antiguos monopolios y privilegios reales y eclesiásticos han pasado a las empresas. Los derechos de autor y la propiedad intelectual son hoy mercancías y negocios como la explotación de hoteles. Obvio: si alguien cree, como los ciberutópicos, que reinará la justicia sobre la tierra si se eliminan las barreras empresariales a la libre circulación de bienes culturales (p. 71) se equivoca. Pero esto tiene algo de caricatura. Cierto que la supresión de las prácticas mercantiles restrictivas (generalmente, además, apoyadas en la fuerza coactiva del Estado) no resolverá los problemas. Por no mencionar más que uno que ningún partidario del copyleft honrado (incluido Palinuro) puede ignorar: el derecho de los creadores a ser remunerados por su trabajo. Ahí hay un conflicto que no es lícito resolver mediante la simple exclusión de una de las partes.

Yendo más a la realidad, Rendueles aborda el caso Wikipedia. La ideología californiana de la “mente colmena” se apoya en el mercado (84). Pero hay dos problemas: 1º) la comunidad de usuarios de Wikipedia es mucho menor de lo que da a entender.- 2º) la motivación del mercado (intereses privados, beneficio público) está presente (p. 85). Ninguna de las dos observaciones es justa. No me parece que Wikipedia dé a entender sobre sí misma nada distinto de la realidad. Otra cosa son algunos de sus competidoras, como Citizendium. En un libro de E. O. Wright a punto de salir en español (porque acabo de traducirlo) sobre Utopías reales se encuentra un estudio muy detallado sobre Wikipedia, su alcance, organización, estructura, funcionamiento, relaciones, motivaciones y la personalidad de su creador Jimmy Wales. El resultado es apabullante: millones de usuarios, miles de administradores, conocimiento agregado, colectivo, democrático. Es algo asombroso y enteramente nuevo. Un bien público de la humanidad, no de un país, al margen del mercado.

Y Wikipedia es una infinitésima parte de internet. La conclusión de Rendueles de que “Internet no ha mejorado nuestra sociabilidad en un entorno postcomunitario, sencillamente ha rebajado nuestras expectativas respecto al vínculo social” (p. 91) es crítica y resignada, pero no tiene por qué ser cierta.

Mondragón tenía que aparecer (como lo hace en el libro de E. O. Wright) para traer a su vez a colación la famosa paradoja de la tragedia de los comunes, de Garrett Hardin (p. 108). La moraleja de la historia es que el gobierno de los comunes es indisociable de una apuesta comunitarista en un sentido bastante tradicional (p. 114). Perfectamente. Lo que no está claro es en qué obstaculiza internet ese postulado.

La segunda parte, “Después del capitalismo”, acusa al ciberutopismo de fracaso por cuanto ha generado esperanzas que han nacido muertas y no nos ha liberado de los fantasmas del pasado (p. 122). Tampoco es cuestión de deprimirse. Si alguien pensó alguna vez que internet liberaría a la humanidad de los fantasmas del pasado estaba en las Batuecas.

A pesar de todo, y aunque el proyecto del hombre nuevo” fue  “moral y socialmente catastrófico” (p. 142), sigue habiendo un proyecto emancipador: el ideal de una comunidad política (incluso la que se basa en ficciones contractuales) que se erige sobre una red de codependencia (p. 147). Hemos de desconfiar de los proyectos de liberación que no solo no dicen nada sobre la dependencia mutua sino que no pueden hacerlo, como pasa con las propuestas identitarias postmodernas y el ciberutopismo (p. 153). Nada que objetar. Lo postmoderno, allá se las componga pero el ciberespacio no encaja en la descripción. Al contrario está lleno de formas nuevas, imaginativas, creadoras, de espíritu comunitario que no es tontería considerar.

Esta segunda parte se centra en una autocrítica profunda de las ciencias sociales con la que es imposible estar en desacuerdo porque tiene carácter casi ritual. Estas ciencias han fracasado en su aspiración de afrontar teóricamente los dilemas de la modernidad, ya desactivada conceptualmente (p. 153, 183). Los científicos sociales se limitan a recoger conceptos cotidianos para elaborar teorías hueras (p. 154). Pero de las tinieblas sale la luz. Una luz crítica. “De hecho, si la ideología internetcentrista ha tenido tan rápido desarrollo es porque engrana con una dinámica social precedente. El fundamento de la postpolítica es el consumismo, la imbricación profunda de nuestra comprensión de la realidad y la mercantilización generalizada.” (p. 176) ”La potencia del consumismo es fascinante” (p. 178) “El ciberfetichismo es la mayoría de edad política del consumismo”. “El precio a pagar es la destrucción de cualquier proyecto que requiera una noción fuerte de compromiso.” (p. 185). Esto es ciencia social y muy atinada. Pero quizá no haya aquilatado suficientemente su conclusión.

En el momento de escribir esto, las calles de las ciudades de España están en un proceso de desobediencia civil masiva, de insubordinación. El movimiento es la respuesta a un conflicto local en un barrio de Burgos, que lleva dos meses en ebullición sin encontrar reflejo en los medios convencionales. Pero ardió el primer contenedor y las redes se volcaron en informar y esa información, viralizada, extendió el conflicto del Gamonal a toda España en un movimiento de solidaridad y comunidad como no se ha dado otro en años (si se ha dado alguna vez) y ningún partido ni sindicato ha sido capaz de organizar.

Por eso resulta muy llamativa la Coda con la que Rendueles cierra el libro, llamada 1989, en referencia a la caída del muro de Berlín. El muro que ha caído hoy es el que se oponía a la protesta abierta por el 15M, que “fue un proceso tan tortuoso porque tuvo que superar el brutal bloqueo que genera el ciberfetichismo consumista.” (p. 194).

El 15M prácticamente ha desaparecido, aunque resisten algunas de sus ramificaciones, como las acampadas. Pero el movimiento solidario, la insurrección ciudadana a partir del Gamonal acusa con toda evidencia el impacto de las redes sociales en los conflictos reales de la ciudadanía.

No tenía razón mi amigo. Coincido con Rendueles en todo. Desde otra perspectiva.

dilluns, 30 de setembre del 2013

Lección inaugural en la UNED.


Me ha correspondido dictar la lección inaugural de este curso en la UNED. Es un gran honor para mi Facultad y para mí personalmente y espero estar a la altura de las circunstancias. He preparado con todo esmero un texto que lleva el título de la ilustración De la legitimidad del poder y la dignidad de la política, que reproduzco a continuación. Este texto, una síntesis, será el que exponga porque la lección, ya impresa, es bastante más extensa.

La apertura se celebra en el salón de actos de la UNED, edificio de Humanidades, c/Senda del Rey s/n a las 11:30 de la mañana y tod@s l@s lector@s de Palinuro están cordialmente invitad@s.

A continuación incluyo el texto de la lección, aunque no las imágenes, sobre todo estadísticas y datos porque están en una presentación PWP y no puedo subirla, salvo que la convierta en un vídeo, habilidad que me propongo aprender pero que aún no está a mi alcance.

Actualización a las 20:30 de hoy. Ya está subido a la red el vídeo completo del acto de inauguración: aquí. En él se encuentram las intervenciones completas de la secretaria general de la UNED, un servidor, el secretario de Estado de Universidades y el rector, Alejandro Tiana Ferrer. Igualmente el texto completo de la lección inaugural que en la exposición oral hube de resumir por razones de protocolo.


dimecres, 5 de juny del 2013

La doble visión del mundo.


Luis Arroyo (2013) Frases como puños. El lenguaje y las ideas progresistas. Madrid: Edhasa, 173 págs.


Está muy bien el último libro de Arroyo. Sobre todo que lo publique casi inmediatamente después del anterior, más extenso, La política como espectáculo, ya comentado por Palinuro en una entrada previa, El discurso sobre el discurso. Así podemos seguir mejor el pensamiento del autor y entender más cabalmente algunas de las cuestiones que plantea directa o indirectamente en el segundo, orientadas a un objetivo: dar una campanada, hacer una llamada de atención en un momento considerado límite para la izquierda y hacer una propuesta de reorientación práctica, clara.

La situación límite es la del "declive progresista" (p. 22), entendido como parte de la boga de la (falsa) teoría del fin de las ideologías (p. 28). Siendo progresista, según reiterada profesión propia, Arroyo no se resigna ante el declive e, invocando la conclusión de I. Urquizu, en un también reciente libro (La crisis de la socialdemocracia. ¿Qué crisis?), igualmente reseñado en Palinuro (Lo que quedó en la caja de Pandora) ,viene a confiar en que no hay crisis (p. 29) si los progresistas consiguen "desempolvar los principios de siempre" (p. 35) y corrigen su principal defecto: que no saben hablar.

La querella está en el lenguaje y por eso, el autor encabeza su obra con un título tan sonoro, que trae a la memoria otro casi idéntico, aunque más clásico, de Iñaki Gabilondo, Verdades como puños y, en todo caso, los dos, con su implícita referencia a la puñada o puñetazo, harían las delicias de J. L. Austin, como ejemplo del carácter performativo de las palabras. Y aun Gabilondo habla de "verdades", algo abstracto, mientras que Arroyo lo hace de "frases", o sea de palabras, con las que se hacen las cosas, según el mentado Austin. La razón viene dada en el subtítulo de la obra, que es como un programa: "El lenguaje y las ideas progresistas". Ahí está el meollo del asunto, en la relación entre el lenguaje y las ideas, más concretamente, la forma lingüística en que se dan las ideas. Esto es lo que hay que cambiar para que los progresistas dejen de estar en declive. Así lo explicita el autor: "cambiar el marco para cambiar la visión del mundo" (p. 73). Entiendo que la visión del mundo de los demás. Al fin y al cabo, Arroyo escribe desde la perspectiva del especialista en comunicación política. La comunicación política tiene algo que ver con la propaganda. Baste con recordarlo aquí, sin necesidad de extenderse más de momento. La función de ambas es convencer al prójimo de algo. En este caso de que nuestra visión del mundo es la correcta. Para lo cual es preciso cambiar el marco.

Este es el anclaje teórico del libro, la teoría del marco (Frame Theory) elaborada fundamentalmente por G. Lakoff, colaborador de la Fundación Alternativas, con la que también lo hace Arroyo. Este reconoce la paternidad anterior de la teoría a E. Goffman, cuya obra ha sido decisiva para el desarrollo de la etnometodología. Igualmente hace debida referencia a P. Berger y Th. Luckmann, con su perspectiva de la construcción social de la realidad. Con estos antecedentes y una frecuente remisión al elefante de Lakoff, Arroyo construye la armadura teórica para interpretar después los resultados empíricos del trabajo de campo que presenta como interesantísima segunda parte del libro. No sin antes reconocer que esta perspectiva frame cuenta con una "larga tradición de la filosofía y la sociología políticas" (p. 68).

Y tanto. Los interaccionistas simbólicos a lo Goffman se sirven abundantemente de la obra de G. H. Mead y los constructivistas a lo Berger de la fenomenología de A. Schutz. A su vez, todos ellos reconocen un antecesor común de múltiples matices en el pragmatismo de J. Peirce, W. James y J. Dewey, es decir, la fuente de la que mana gran parte de la filosofía, sobre todo de la filosofía social, hasta el día de hoy en la medida en que plantea que el ser humano solo es inteligible en sus relaciones con los demás. Nada nuevo, eso de que el ser humano es social. Lo nuevo es el concepto de "social" en cuanto tejido de relaciones intersubjetivas, de forma que los hombres solo entienden y categorizan el mundo a través de los significados subjetivos/sociales que reciben, en forma lingüística. Esa es la relación que el subtítulo de Arroyo plantea, qué determina qué entre el lenguaje y las ideas, relación que está lejos de decantarse en un sentido u otro, pues, por así decirlo, las espadas siguen en alto. Sin embargo, el autor tiene partido tomado casi con la firmeza de una trinchera: "El lenguaje que se utiliza determina la visión del mundo que se tiene " (p. 36), una rotunda reformulación de la versión dura de la hipótesis de Sapir-Whorf.

Pues las espadas están en alto, esta posibilidad es real; pero también lo es la contraria. Es nuestra visión del mundo la que determina nuestro lenguaje. Preguntan entonces los whorfianos de dónde ha salido nuestra visión del mundo y devuelven la pelota los interaccionistas preguntando a su vez cómo se ha hecho el lenguaje y así podemos seguir un buen rato. El propio Arroyo, quien admite, junto con Isaiah Berlin (a quien cita en un par de ocasiones en el asunto de la libertad negativa/positiva) que los seres humanos podemos albergar valores contradictorios, da la impresión de ser en esto muy humano. Junto a la nítida formulación whorfiana asoman en este libro breves destellos de las conclusiones de la incipiente ciencia de la neuropolítica (sobre la que se extiende más en su obra anterior) según las cuales, la orientación en la pareja conservador/progresista (es decir, la visión del mundo) puede tener una fundamentación neurológica, esto es, biológica, en cuyo caso, me temo, el lenguaje no podría ser determinante. Quizá coadyuvante, pero no determinante. En todo caso, no decisivo, por lo cual será necesario resignarse a aceptar que el ambicioso programa habermasiano de una "pragmática universal" solo puede realizarse en dos universos distintos, el conservador y el progresista que, al estar biológicamente determinados, no pueden confundirse en una unidad. Una dicotomía irreductible que puede estar en la base genética de los seres humanos y así seguirá por los siglos de los siglos.

Se trata entonces de saber cómo prevalece una de las dos concepciones del mundo en unos contextos democráticos en los que la hegemonía solo puede conseguirse mediante elecciones y, para ganar estas, es preciso, claro, convencer a la mayoría. Esto solo se hace imponiendo el propio marco, a través del empleo sesgado del lenguaje. Al respecto, los progresistas, piensa Arroyo, llevan bastante tiempo fracasando porque a) no han conseguido articular su visión en términos positivos, convincentes; y b) han aceptado en muchos casos los del adversario, cargados de significados contrarios. De ahí la importancia del mensaje, básico en la actividad de comunicación política a que se dedica Arroyo. Para ello ha realizado un curioso trabajo de campo mediante un sondeo a través de Metroscopia (los datos, en el libro), para averiguar si hay diferencias en las reacciones de la gente según la forma lingüística en que se le formulen ciertas cuestiones. Y, en efecto, las conclusiones le dan la razón al comparar las respuestas a cuestiones iguales planteadas en términos opuestos como mercado, libertad, la función del Estado, el patriotismo, la religión y un buen número de asuntos conexos.

 Ahí quedan dibujados los conservadores y los progresistas. Culmina sus observaciones al dejar constancia de que, en tiempos de crisis, las gentes nos hacemos más conservadoras y miramos hacia el padre con autoridad de Lakoff. Oscilamos, por tanto, cambiamos, pero Arroyo pone un límite: lo que está, se queda. En sus palabras: "Los conservadores, que de oficio se opusieron a cada uno de los cambios políticos y sociales que los progresistas promovían, hoy dan por buenos los avances y los hacen también suyos" (p. 160); en Europa muchos de los derechos laborales, civiles o sociales "se han incorporado al acervo comunitario y son ya derechos adquiridos" (p. 162). ¿Seguro? También en este orden práctico están en alto las espadas.

Una última observación que contiene en sí una metáfora del trabajo de Arroyo (y una más de las que él mismo señala) en relación con su propio y específico marco. En todo momento, la dicotomía es entre "progresismo" y "conservadurismo". No recuerdo haber leído (aunque puedo estar equivocado) una sola vez la dualidad "izquierda" "derecha" en su libro y esta ausencia, obviamente, no es inocente. Puede, quizá ampararse en la necesidad de no generar más confusión de la que ya hay, aunque, en todo caso, convendría justificarla y sin ignorar la fastidiosa tendencia de todas las dicotomías a hacerse complejas, la de izquierda-derecha no menos que la de progresismo-conservadurismo.

En todo caso los de izquierdas (o progresistas) parecemos más aficionados a nuestra vez a enredarnos en disquisiciones terminológicas y a aceptar con Hamlet que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que caben en nuestras filosofías. 

dimecres, 2 de gener del 2013

Los eternos preguntones.


Carlos Fernández Liria (2012) ¿Para qué servimos los filósofos? Madrid: La Catarata.


Una pregunta encabeza este libro, lo cual es muy propio de los filósofos quienes, como los científicos, son seres específicamente inquisitivos. Y, de preguntar, empezar por uno mismo. ¿Para qué sirven los filósofos? Para hacer preguntas, algo constitutivo de los seres humanos. Así es este libro, una serie de preguntas saltando aquí y allá a lo largo de unos capítulos no escritos con una unidad de sentido, sino recogidos en un volumen con diversa procedencia. Tiene pues algunos (pocos) de los vicios de este género y algunas (muchas) de sus virtudes. No es reiterativo y, en cambio, es muy variado, siempre dentro de la mirada filosófica. El socorrido hilo conductor lo proporciona la lucha contra el plan Bolonia en donde el autor viene siendo muy activo desde 2000. Bolonia es la destrucción de la Universidad humboldtiana e implica el retorno a una oscurísima Edad Media (p. 139). Palinuro coincide y le llama la atención ese recurso a la nueva Edad Media que nos acecha. Viene a ser una idea parecida (aunque de otro signo) a la de Alain Minc en su libro de ese título, La nueva Edad Media, de 1993. Y los dos recuerdan la célebre obra de Nicolás Berdiaeff, aunque, para este, la nueva Edad Media, lejos de ser oscurísima era brillantísima. La Edad Media como metáfora.
Pero el libro va mucho más allá y mucho más acá del combate antibolonio. Hay en él otro tipo de temas muy sugestivos que, al aparecer y desaparecer a lo largo del texto, es preciso reorganizar, con el consiguiente riesgo de interpretar mal
¿Para qué sirve la filosofía? Para nada y para todo. Para gobernar a los hombres y, a través de ellos, el mundo. Así se sigue del brillante y original capítulo sobre el proceso de Sócrates quien habla aquí, no por boca de Platón, sino del propio autor. La pretensión de la filosofía se justifica por su uso de la razón, de la razón pura, desinteresada, exenta de contaminaciones histórico-culturales. Una razón de inmediato asimilada a la Ley por sus caracteres de abstracción, universalidad y generalidad (p. 55) Lo propio del Estado de derecho, identificado con la respuesta a la eterna cuestión de la filosofía política sobre la mejor forma de gobierno. Fernández Liria lo tiene claro: el Estado de derecho con tres notas concomitantes de división de poderes, publicidad en el sentido kantiano, e inmunidad de los representantes parlamentarios, "artilugios institucionales" (p. 44). El imperio de la ley se da por supuesto.
El problema de esta forma política es su coexistencia con el capitalismo (p. 72) que viene a ser entendido como el triunfo de la burguesía frente a los ideales de la Revolución francesa y taxativamente condenado como el mayor obstáculo a la libertad (p. 99).
En el análisis de la Ilustración, Fernández Liria señala que el requisito para la independencia civil en el Estado de derecho imaginado por los iusnaturalistas es la propiedad. Esta es la prueba de la verdad o falsedad del orden político. No siendo la propiedad universal, la consecuencia es el sufragio censitario, modo crudo de consagrar la desigualdad de los seres humanos precisamente con aquello que los hace tales. Locke sostenía que los tres derechos naturales esenciales a todo ser humano eran la vida, la libertad y la propiedad. Que eso de la propiedad lockeana es peligroso se delata en que su seguidor, Jefferson, no la incluyó en los derechos de la declaración de independencia que pasaron a ser: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Hasta la libertad podía quedarse en una declaración firmada por propietarios de esclavos, pero no la propiedad.
Tema conflictivo el de la propiedad. Si no lo he entendido mal, el autor propone resolverlo universalizándola mediante criterios posibilistas, tipo Tasa Tobin o renta básica (p. 79). En la medida en que el Estado es pensado, como siempre y, desde luego, desde Hegel, como el único interesado en la universalidad de estos propósitos de la ley y la razón, corresponde hoy a los trabajadores, a los asalariados, defenderlo frente a los ataques de la burguesía neoliberal que apunta a la nueva Edad Media (p. 47), la selva de las privatizaciones. Ese tipo ideal de Estado de derecho no es compatible con ninguna forma de conquista partidista del Estado, ni siquiera de la del partido de uno mismo si lo tuviere. Identificado el Estado con el derecho, su empleo partidista equivale al uso de una justicia partidista, esto es, una contradicción en los términos, un oxímoron.
No sé si, a fuerza de coincidir con el autor, le atribuyo intenciones que no tiene, pero detecto en su punto de vista una forma de razonar que precisamente trato de exponer en una obra de próxima aparición. Una forma de razonar que se abre paso con otra pregunta: ¿se equivocó la izquierda al entender que debía "superar" la Revolución francesa? Sin duda el capitalismo consagra una especie de traición de los ideales de la revolución imponiendo ese sistema que el marxismo critica con la dualidad democracia formal/democracia real. Pero, a su vez, aquí viene lo interesante del punto de vista del autor, el marxismo cometió el grave error de aceptar los vicios del capitalismo (p. 94), con aberraciones como la del "hombre nuevo" (p. 47) para acabar produciendo una forma de totalitarismo (p. 96). Imagino que se refiere más especialmente al comunismo. Pero la crítica es, desde luego, formidable para venir de quien se considera a sí mismo "comunista antisistema", si estoy en lo cierto.
De ser correcta esta interpretación, desde luego lo imperativo es volver a los ideales de la Revolución francesa. Es mi punto de vista, rehacer el camino, no tirar al niño con el agua sucia. Cuando un ideal se falsea, la culpa no es del ideal sino de quien lo falsea. La falta de respeto a los derechos humanos no es un argumento en contra de los derechos humanos. Así que también aplaudo su recuperación de la idea ilustrada del progreso como una victoria frente al tiempo (p. 86). Este es válido incluso en el problemático sentido moral. Su confianza en el derecho lo lleva a negar el relativismo. La prohibición de la esclavitud y el avance del feminismo son pruebas objetivas del progreso. Ello sin ignorar que puedan producirse retrocesos, incluso muy pronunciados. Él mismo predice uno con la nueva Edad Media.
Ya no me resulta tan convincente la reiterada condena del capitalismo como el mayor obstáculo a la libertad (p. 99). No porque se contradiga el canto que hace Marx al capitalismo en el Manifiesto como gran liberador de fuerzas productivas y avance sino porque, no habiendo sido capaces los anticapitalistas de procurar un orden social más libre que los capitalistas, la afirmación de que el capitalismo es el mayor obstáculo a la libertad solo puede sustentarse en una convicción de futuro, en una ideología. Cierto que el capitalismo ha posibilitado la extensión de esas instituciones en las que el espíritu objetivo hegeliano facilita la libertad, pero lo que hoy está en marcha es un proceso de destrucción de lo avanzado (p. 115). Cabe imaginar qué pensaremos de la situación si decidimos que el mercado es el cerebro de la totalidad hegeliana (p. 115) y, al mismo tiempo le otorgamos la condición de demente. Suena aquí la idea de la anarquía del mercado pero el hecho es que, demente o anárquico, injusto y cíclicamente catastrófico, el mercado garantiza la existencia de los órdenes sociales mientras que las formas de organizar la producción al margen de él, no lo han conseguido. Por eso, el problema de la relación del capitalismo con la libertad es complicado.
Desde luego puede compararse la privatización neoliberal con un nuevo feudalismo. Todo relaciones entre privados. Bolonia es un ataque directo a la Universidad como servicio público que se debe, no a la sociedad, sino a la verdad. Privatizarla es un suicidio; algo tan absurdo como privatizar la justicia (p. 149). Sin embargo, hasta esto está en recámara. No tanto la actividad judicial en sí (aunque el encarecimiento de las tasas es una forma de privatización) como otras acividades de la administración de justicia, cual los establecimientos penitenciarios. Los anarcocapitalistas probablemente los pondrían en pública subasta. O sea, los externalizarían. Puede ser un negocio tener mano de obra barata en un penal. Así que el proceso de privatización de la Universidad es un frente de batalla abierto.
El ataque a la Universidad pública es, en el fondo, un ataque a la función pública. Fernández Liria analiza agudamente cómo la condición de funcionario, con el colofón de la libertad de cátedra es lo que da a estos la libertad. La libertad es posible con seguridad en el empleo (p. 119). Esa faceta es la que la privatización pretende romper para someter la crítica y el espíritu libre a la ignominia de la incertidumbre y el miedo al futuro que convierte a unos hombres en dependientes de otros, lo cual es la base de la tiranía como algo opuesto a la obediencia a la ley que es la base de la libertad, según recordaba Rousseau. Esa convicción es la que lleva a muchos neoliberales a propugnar la abolición de la tenure, estadounidense, esto es, la seguridad en el empleo del profesrorado universitario El odio neoliberal al Estado es el odio a esa condición exenta de los funcionarios y así, mientras la izquierda pretende extender la condición funcionarial a toda la sociedad como base de seguridad generadora de libertad, la derecha pretende eliminarla, reduciendo a la mayoría de los seres humanos a la condición de inseguridad y dependencia de los caprichos del amo o las fuerzas ciegas del mercado.
Paso por alto, pues no puedo eternizarme, algunas interesantes elaboraciones sobre los ideales universales de lo bello, lo bueno y lo justo y otras sugerencias. Es un libro valioso, lleno de ideas y de preguntas que invitan a la reflexión y a la respuesta.

dimarts, 24 de juliol del 2012

La voluntad de entendimiento

Peces-Barba era un hombre tranquilo, un estudioso apasionado de su profesión de jurista a quien las circunstancias de la vida obligaron a entrar en el tumulto de la vida política para la que él mismo reconocía tener escasas cualidades y que le hizo encajar amargas lecciones y serios reveses. Como hombre de derecho, otorgaba gran importancia a las formas y procedimientos y de ahí que, cuando le dieron a elegir (pues, tras el triunfo socialista de 1982, hubiera podido ser lo que quisiera, ministro, embajador, etc) se decidiera por la presidencia del Congreso. De acuerdo con la acrisolada tradición parlamentaria británica -que Peces-Barba conocía muy bien- el presidente de los Comunes, el Speaker, es una persona tan por encima de los partidos que ni siquiera cuenta como un diputado más de aquel al que pertenece, razón por la cual el otro partido también renuncia voluntariamente al voto de uno de sus diputados. Así se veía él, como alguien capaz de sobreponerse a los inevitables partidismos y de construir en beneficio de todos. La práctica cotidiana celtibérica, que nunca le dejó mucho margen, lo impulsó a abandonar el cargo tras una legislatura y retornar a la siempre sosegada academia en la que hizo una gran labor como Rector de la Universidad Carlos III, una creación del gobierno socialista que él se empeñó en regir de acuerdo con las ideas krausistas de la Institución Libre de Enseñanza.
Las necrológicas que se publiquen estos días sobre Peces-Barba insistirán en su condición de Pater patriae, en su actividad antifranquista y en Cuadernos para el Diálogo. Palinuro se limitará a señalar dos aspectos que recibirán menor tratamiento pero son muy significativos: la teoría de los tres Franciscos y el personalismo de Emmanuel Mounier así como el humanismo integral de Jacques Maritain, a quien dedicó su tesis doctoral. La primera es una elaboración metafórica de Salvador de Madariaga que interpretaba España como víctima del encarnizado enfrentamiento entre los "tres Franciscos", esto es, Francisco Franco (la reacción militar-clerical), Francisco Largo Caballero (la revolución proletaria) y Francisco Giner de los Ríos (la imposible revolución burguesa). En realidad, una forma más de articular la vieja tesis de los historiadores marxistas de que la desgracia de España es no haber tenido revolución burguesa ni ilustración. Peces-Barba era un fiel seguidor de esa doctrina que nunca fue, un defensor de una causa perdida de antemano, un discípulo sin maestro.
De hecho, hubo de ir a buscarlo en el extranjero y en sus años de inquietudes juveniles, muy teñidas de catolicismo, leyó a Mounier y Maritain y se hizo adepto de sus doctrinas, en concreto la idea del socialismo de la persona, de Mounier en cuanto al contenido de sus ideas y la del humanismo integral de Maritain, en cuanto a la forma según la cual el hombre debe intentar entender siempre todas las posiciones y las actitudes de los demás, antes de formular la propia. Fue este el espíritu que incorporó a la Constitución de 1978 y no estoy seguro de que con entera fortuna porque, para que tenga éxito, todas las partes han de actuar de igual modo y lo cierto es que si el texto de 1978 contiene numerosas concesiones del pensamiento abierto y democrático al primer Francisco, no contiene prácticamente ninguna de aquel a los otros dos. No obstante, el texto final quedó consagrado como un monumento a la victoriosa concordia de los españoles y clave de arco de su celebrada transición.
Esta matizada y pundonorosa actitud llevó a Peces-Barba a aceptar el puesto de Alto Comisionado para la Atención de las Víctimas del Terrorismo al que se incorporó con la renovada ilusión que lo llevó a cofundar 40 años Cuadernos para el diálogo. Diálogo, siempre diálogo, era su actitud. En aquel puesto aprendió en propia carne la dureza de un realidad fanática, intransigente, que desprecia el diálogo y solo admite la sumisión o la aniquilación del adversario. Chocó de frente con el mandamás de la mayoritaria, muy reaccionaria, Asociación de Víctimas del Terrorismo que le echó encima a toda la derecha, dispuesta a no dejarle un heso sano. Víctima él mismo de sus ilusiones humanistas integrales y personalistas Peces-Barba sufrió al final de su vida pública el último e inmerecido ataque de la intolerancia, el odio y la vesania que se había negado a reconocer a lo largo de la existencia y que, en cierto modo y con la mejor voluntad del mundo, intentó conciliar en un empeño común al que se llamó Constitución y que, de hecho, saltó por los aires en el verano de 2011 con una reforma apalabrada in camera, al margen de la sedicente soberanía popular.
Que la tierra le sea leve.

dijous, 8 de març del 2012

¿Vuelve Marx?

Hace muchísimos años leí un curioso libro cuyo título declaraba su contenido: Robert G. Wesson (1976) Why Marxism? The Continuing Success of a Failed Theory . Nueva York, Basic Books (¿Por qué el marxismo? El éxito permanente de una teoría fracasada). El autor venía a decir que la vigencia del marxismo, especialmente en Occidente, a pesar de que la historia lo había refutado siempre, se debía a que, en realidad, la teoría marxista es muy flexible, se adapta a cualesquiera circunstancias y sus seguidores la interpretan de formas muy variadas, incluso contradictorias, sin dejar por eso de reclamar para sus interpretaciones respectivas el marchamo de ser la "auténtica", la "verdadera", frente a las otras, que son meras desviaciones. No se escapaba al autor que de esta explicación se seguían dos consecuencias paradójicas, si bien tampoco les daba la importancia que realmente tienen.

La primera consecuencia es que la competitividad de las interpretaciones es el destino de todas las teorías históricas, sociológicas, de todas las filosofías y sistemas de pensamiento. Las teorías del espíritu (por encontrar un término suficientemente comprensivo) no son científicas en el sentido en que lo son las teorías sobre la materia. Significan cosas distintas para gentes distintas y épocas diferentes y ellas mismas son productos históricos, hijas de su tiempo, lo cual no se puede decir de las teorias científicas salvo en un sentido muy remoto. Razón por la cual casi todos los marxistas posteriores a Stalin (y algunos anteriores) reconocen que no hay un único marxismo sino muchos. Lo mismo que sucede con el aristotelismo, el tomismo o el kantismo, dentro de sus peculiaridades.

La segunda consecuencia paradójica es que esa flexibilidad, ese pluralismo doctrinal, en realidad es la prueba de que la teoría no ha fracasado sino que, al contrario, ha triunfado. La cuestión se centra en este caso en averiguar qué se entienda por "éxito" o "fracaso" de una teoría filosófica, política, social, económica; algo difícil de zanjar. Se dice sin embargo que no debiera ser así en el caso del marxismo porque, en virtud de la 11ª tesis sobre Feuerbach, el propio marxismo ha explicitado el indicador del éxito o el fracaso: la capacidad para transformar el mundo. Aun así, ¿qué? ¿Puede alguien decir que el marxismo no haya transformado el mundo y no siga haciéndolo? Aquí se abre otro interesante debate sobre qué quiera decir "transformar el mundo", pero si lo seguimos no acabamos.

Este libro (Daniel Bensaïd (2012) Marx ha vuelto. Barcelona: Edhasa, 223 págs), el último o el penúltimo de su producción se ocupa de este asunto: la pervivencia y la pertinencia del marxismo en el mundo de hoy. Un tema provocativo en un tiempo en el que las universidades ya casi no se ocupan del marxismo y las organizaciones políticas que lo tienen como referencia ideológica, apenas lo mencionan. Un recuento de las veces que aparecen hoy día los términos "Marx" y "marxismo" en los discursos comunistas da una idea de la situación.

A pesar de todo, dice Bensaïd, Marx ha vuelto (si bien quiere decir que está volviendo), está presente. Lo hace en un tono desenfadado, casi coloquial, como si se tratara de una explicación para gentes ayunas de conocimientos sobre la obra de Marx. Sin embargo, el libro no será inteligible si no se conoce esta hasta cierto punto. Les pasa a muchos marxistas: están tan embebidos de su particular cultura que creen que todo el mundo comparte sus significados. La liviandad de trato viene acompañada de unas ilustraciones de Rep francamente desafortunadas.

La obra no es original sino una especie de recopilación y replanteamiento de los temas propios de Bensaïd siempre que se ha referido al marxismo y, en especial de una de las principales, el Marx intempestivo, publicada en los años noventa y en la que, con mayor intensidad y sistema que en esta, hace una hermenéutica salvífica del marxismo y lo presenta recuperado de algunos de sus mayores estigmas, especialmente el que podemos englobar bajo el concepto de positivismo. Y lo hace además en congruencia con la específica trayectoria que el autor siempre ha suscrito, el trostkismo. Trostkista era Bensaïd en mayo de 1968 y trostkista murió en 2010 y en sus últimos años defendió la formación de organizaciones amplias, inclusivas, que aglutinaran las diversas izquierdas anticapitalistas.

Como quiera que el trostkismo es una variante del comunismo cuya pelea es, en lo esencial, con el estalinismo y la correcta interpretación del leninismo (o, mejor, del bolchevismo), no es fácil saber si los trostkistas llevan sus discrepancias al terreno de las interpretaciones del marxismo. Bensaïd colma esta curiosidad: su interpretación se alinea en el campo del Marx humanista, el de los Manuscritos y lo que llama la "trilogía" de la Comuna de París, el de la teoría crítica frente al Marx científico del estructuralismo del que, con cierto desdén, dice que ha acabado en el postmodernismo.

Y ese es el contenido esencial del libro. Ciertamente también es un ágil recorrido de la teoría (y la vida) de Marx (y de Engels), en el que se detiene en aspectos cruciales, siempre para dar la visión del marxismo que él suscribe: la crítica de la religión, el concepto de clase, la necesidad o no de las revoluciones, la naturaleza del partido y, por supuesto, el significado último de El capital que el autor asimila a una novela policiaca en la que hay que identificar el delito, descubrir el arma del crimen y encontrar al autor, que es el capitalismo. Casi todo lo que dice está muy puesto en razón y es plausible pensar que tenga relevancia hoy día, aunque pueda parecer lo contrario. Justamente lo que el autor señala es que Marx está volviendo, que se está afianzando y ¿cómo lo haría si no mediante una lucha? El peculiar análisis de El Capital va enfocado a demostrar la pertinencia del marxismo en la compresión de la actual crisis financiera del capitalismo. Pero no estoy seguro de que lo consiga.

La obra está llena de interpretaciones de aspectos interesantes de la vida de Marx que invitan a la discrepancia (sobre la condición de intelectual de Marx, su vida familiar, la relación con Engels, El Manifiesto, la derrota de la revolución de 1848, etc), pero considerarlas llevaría esta crítica demasiado lejos.

Es un libro de lectura muy ágil y muy interesante. La traducción, de Aníbal Díaz, está bien pero tiene bastantes galicismos y es a veces de lectura enfadosa. Veo que el título original era Marx. Mode d'emploi. Creo que el español es mejor.

diumenge, 12 de febrer del 2012

Desde el Olimpo del espíritu.

Cuentan las crónicas que Karl Marx dedicó su luna de miel en 1843, en Bad Kreuznach, a ajustar cuentas con la Filosofía del derecho de Hegel, las famosas Grundlinien der Philosophie des Rechts que también se llamaba Bosquejo de Derecho Natural y Ciencia del Estado. Ignoro cómo llevaba Jenny von Westphalen, su aristocrática esposa, esta doble afición a Eros y Minerva, si es que era doble y el bueno de Marx no pasaba las noches de blanco en blanco, como don Quijote, a mandobles con los intrincados conceptos hegelianos.

Fuere como fuere, hay algo simbólico en esta coincidencia: la última obra que Hegel vio publicada en vida constituye el arranque de la primera que escribe Marx y que solo vio la luz póstumamente. La famosa Introducción que se publicó en los Anales Franco-alemanes es otro texto que, sobre la misma base de la filosofía hegeliana del derecho, redactó Marx en 1844.

Donde Hegel lo deja en su poderosa síntesis de la evolución del espíritu objetivo hasta culminar en la eticidad del Estado y, más concretamente, del constitucional prusiano, lo recoge Marx que no ve en el Estado el paso de Dios por la tierra sino el medio de que se vale una clase para oprimir a otra. Por eso, en la citada Introducción pedía como buen hegeliano de izquierda que la crítica a la religión se convirtiera en una crítica a la política. Y a eso es a lo que se refería cuando sostenía haber puesto la Filosofía de Hegel sobre sus pies.

En cierto modo, donde lo deja Marx lo recoge López Calera, un gran filósofo del derecho y buen conocedor de la obra de Hegel. En concreto esta en comentario (Nicolás López Calera (2012), Mensajes hegelianos. La Filosofía del Derecho de G. W. F. Hegel. Madrid: Iustel, 185 págs) se concibe como una especie de guía por la última e intrincada obra del filósofo alemán. Guía en el sentido de que lo sigue fielmente en el desarrollo de su objeto y le cede la palabra con frecuencia a base de una serie de citas con las que el autor va apuntalando sus interpretaciones hegelianas. Es, pues, un libro muy remendable y útil porque orienta a la par que enjuicia con conocimiento de causa e ilustra algunos aspectos nada fáciles de entender.

López Calera reconoce que la exposición de Hegel suele ser abstrusa y, en ocasiones, prácticamente ininteligible, pero hace justicia al autor de la Fenomenología del espíritu (que, a su vez, abre el ciclo del sistema hegeliano en cuanto a la aventura del espíritu en la tierra) al ver en esta su última obra, el logro de su objetivo, la síntesis de la historia y la razón (p. 47). Y lo más característico del ensayo es que se sostiene en él la completa actualidad de Hegel, el hecho, cuyo reconocimiento atribuye a Marx, de que anticipa el futuro, que es nuestro presente.

A tono con este propósito, López Calera interpreta la Filosofía del derecho de Hegel en términos actuales. Explicita el contenido de las dos primeras partes del plan hegeliano ("el derecho abstracto" y la "moralidad") y concentra su análisis en la tercera, obviamente la más importante, la de la eticidad. De aquellas retengo dos buenas exposiciones de elementos previos para la comprensión cabal de la eticidad: la idea del derecho como el reino de la libertad realizada (que se compone de persona, propiedad y libertad) (p. 56) y la reafirmación kantiana de que la dignidad del ser humano reside en su autodeterminación moral (p. 73) que no es sino otro nombre para la libertad, pues ya nos ha avisado el autor de que la Filosofía del derecho de Hegel es una obra centrada en la libertad (p. 43), casi obsesionada por ella.

La eticidad se lleva la parte del león de la obra de Hegel y del ensayo de López Calera. Este mundo, que culmina en el Estado, tiene como piedra angular la familia. Calera expone las ideas de Hegel sobre la institución con creciente impaciencia por encontrarlas autoritarias e impropias de la clarividencia del filósofo y finalmente estalla acusándolo de "irracional" por sus opiniones sobre las mujeres (p. 87). Está claro que Hegel parte de una concepción de la familia directamente sacada del derecho romano (entre otras cosas porque es una de las etapas del espiritu absoluto en su marcha triunfal desde las luces de Oriente a la Götterdämmerung occidental) y de ahí le vienen también sus despropósitos sobre las mujeres. No obstante, cabe recordar que, así como Kant mantuvo una inexpugnable soltería, Hegel estaba casado. Lo cual plantea problemas acerca de qué grado de comprensión de la realidad inmediata tienen los filósofos.

En la exposición del resto de elementos de la eticidad, López Calera subraya siempre y siempre con acierto los aspectos "modernos" del pensamiento hegeliano, al que viene a considerar como una especie de adelantado del Estado del bienestar (p. 111) a través de sus ideas acerca del intervencionismo del Estado según su concepto de "Policía", que Calera se apresura a traducir por "gobernanza" (ibíd.) para evitar equívocos. En realidad no tienen por qué darse pues ese concepto de "policía", con su evidente etimología, tenía mayor alcance conceptual que la mera "fuerza de seguridad", era el centro de reflexión de la Cameralística cuando esta se formula como la ciencia del Estado de la que habla Hegel.

Calera se detiene y explica la riquísima concepción de la sociedad civil en Hegel, die bürgerliche Gesellschaft, que es como Hegel traduce la civil society que había encontrado en Adam Ferguson y otros clásicos de la ilustración escocesa. Es el sistema de las necesidades que Hegel considera con extraordinaria presciencia cuando habla del trabajo y de las distintas clases sociales. Reconoce la función del mercado y de la acción egoísta en él. Pero ese egoísmo aparece mitigado por una necesaria consideración del interés social. Esa es la diferencia con la concepción liberal que ya viene implícita en la concepción de la sociedad civil como "sistema de las necesidades" en la que no suele subrayarse el primer término, el de sistema que, sin embargo, es decisivo puesto que apunta a la existencia de las necsidades pero no en un ámbito desordenado y caótico de acciones y reacciones ciegas, sino en el de un discurrir previsible, sistemático.

El Estado es el paso de Dios por el mundo (p. 122), pero, señala Calera, es preciso que la religión no gobierne porque, en donde lo hace, se produce una forma de despotismo oriental (p. 129), la unidad del rey y el sacerdote o mago. En Occidente es preciso que la religión acepte la supremacía del Estado (p. 136). La idea hegeliana de la democracia es orgánica y Calera enuncia sus elementos: corporaciones, estamentos, clases y pueblo (153). Puestos a encontrar visiones de futuro en Hegel se me ocurre que las coporaciones son como precedentes de partidos políticos.

No hay contradicción en que el Estado, suma eticidad, recurra a la guerra. Hegel tiene una concepción heracliteana de lo bélico. Con independencia del carácter en principio condenable de la guerra, esta es inevitable y no necesariamente mala. Hegel no podía tener en buen concepto el proyecto kantiano de paz perpetua y mucho menos el sistema internacional del filósofo de Könisberg que, partiendo de un mundo de Estados, carece de apoyo material en él. Las dos últimas partes de la Filosofía del derecho, el derecho internacional y la historia universal están concebidas dentro del horizonte conceptual del Estado. El derecho internacional es el derecho "exterior" de los Estados y la historia universal la que culmina en el Estado. El espíritu absoluto se ha detenido en Berlín, como Cristo se detuvo en Éboli.

No a Hegel pero sí a los hegelianos de estricta obediencia puede pasarles lo que sucedió a Aristóteles: fue el preceptor de un rey que creó un imperio pero él no veía más alla de la polis. El ocaso de la polis, el ocaso del Estado es el momento en que el búho de Minerva emprende el vuelo, expresión que se halla en la intruducción a la Filosofía del derecho hegeliana, en compaía de la otra no menos famosa de que "todo lo real es racional y todo lo racional es real", expresión que Calera cree está en la base de todos los errores de la teoría del Estado en Hegel (p. 47), errores que, en mi opinión, no están tanto en él como en las exageraciones de algunos de sus discípulos.

dissabte, 4 de febrer del 2012

La crítica nueva.


Judith Butler (2011) Violencia de Estado, guerra, resistencia. Por una nueva política de la izquierda. Barcelona: Katz/CCCB, 81 págs.



Judith Butler es una interesante filósofa contemporánea norteamericana que escribe sobre una amplia gama de temas, filosofía, teoría política, crítica literaria, historia, feminismo, guerra, etc. Algunas de sus obras han conocido una gran difusión en muchos idiomas y es muy valorada por su alto espíritu crítico, su afán de renovación de aquello que toca y el indudable impacto que produce, por ejemplo en el feminismo o en su visión de la identidad.

Esta de la identidad es una reflexión particularmente rica en ella, que la vive a la vez como sujeto y objeto pues su propia constitución cultural es un verdadero crisol: estadounidense nacida en Cleveland de padres judíos practicantes (la madre, húngara; el padre, ruso), que fue a la escuela hebrea y ha dedicado sus trabajos intelectuales a la teoría feminista, la teoría queer, la teoría de la identidad y el cuerpo, en una especie de estela de la biopolítica foucaultiana que, a su vez, también es vivida en primera persona pues, si no ando equivocado, su defensa de la transexualidad y hasta la no identidad sexual, empieza por serlo de sí misma.

Su obra, en verdad, es un torbellino y está llena de complejidades no siendo la menor la densidad de su lenguaje, con continuas referencias implícitas a conceptos, teorías, sistemas, que se presuponen. La misma conferencia que da cuerpo a este opúsculo es una muestra de lo anterior. La violencia de Estado, etc pasa de ser una reflexión sobre la guerra o, mejor dicho, sobre la visión de la guerra a una consideración minuciosa del conflicto palestino-israelí, dejando por el camino muchas sugerencias o consideraciones colaterales muy dignas de reflexión. En cuanto a la guerra no vamos muy allá. Se refiere a su teoría de la guerra como "marco" (se entiende, como frame de visión) y a ella se atiene. Saca mucho partido de los misiles drone, y recuerda un poco los comienzos de la cibernética, siempre tan fascinante para quienes se mueven en el campo de las humanidades, pero que tampoco es tan nueva. Una ojeada a los sistemas autopoiéticos de Luhmann da una buena idea de las posibilidades y limitaciones de esta reflexión.

En el análisis del conflicto palestino-israelí el punto de partida es el habitual en la izquierda, el propalestino; pero en el curso de la disertación se perfila notable comprensión por la causa israelí. Hasta tal punto que, en algún momento, afirma Butler lo paradójico que es que dos comunidades condenadas a convivir sean mutuamente tan hostiles. Puede ser paradójico pero es también lo habitual en todo el mundo cuando dos comunidades luchan por el dominio de un territorio. No hay nada específico, nada único, en este conflicto del Próximo Oriente e ir a buscarlo en territorios confusos como la etnia, la religión o la cultura solo sirve para embellecerlo. En la lucha por el dominio del territorio lo habitual es la política de exterminio y esta puede adoptar muchas formas y disfrazarse de mil maneras. Pero es exterminio.

La entrevista que forma la otra parte de este breve texto, hecha por Daniel Gamper oralmente y por escrito, es muy ilustrativa de la personalidad y los intereses de Butler. Pero, como se pretende abarcar en ella la totalidad de una obra tan amplia y compleja, hay muchas cosas que no quedan enteramente claras. En todo caso es como una especie de mosaico del pensamiento de la filósofa, pero un mosaico sin un motivo central, sin un plan, ni siquiera un fractal, que reproduce en serie una unidad primigenia. Resulta curioso que la actitud crítica de Butler hacia la postmodernidad sea compatible con un pensamiento típicamente postmoderno en cuanto a la ausencia de sistema y su carácter fracturado.

Por si cupiera alguna duda, considérese la respuesta que da a la pregunta que ella misma plantea sobre una nueva política de la izquierda: "No estoy segura de que todas las luchas sociales que forman parte de la izquierda tengan una cosa en común y no estoy segura de que la necesiten." Palinuro está de acuerdo pero, teniendo esto en cuenta, ¿en qué puede consistir exactamente una nueva política de la izquierda?

dimecres, 9 de novembre del 2011

Las categorías de la locura y la locura de las categorías.

José Luis Moreno Pestaña ha escrito un magnífico libro sobre Foucault (Foucault y la política, Tierra de nadie ediciones, Madrid, 2011). Ya le viene de antiguo su conocimiento del pensador al que ha dedicado otros trabajos. Eso no quita para que éste sea no sólo muy bueno y muy claro sino también valiente. Moreno se atreve con el mito, con el mito del laberíntico y contradictorio Foucault y lo hace inteligible, le da un sentido. Me parece que no coincido del todo con el sentido que le da pero eso será por mi peor conocimiento de su obra, si bien creo haberla leído casi toda, incluidos esos extraños escritos póstumos del Colegio de Francia.

En fin, quiero decir que Moreno expone clara y brillantemente su interpretación de Foucault y estoy seguro de que admitirá que no es necesario proponer una alternativa para poder coincidir o discrepar sobre las bases de la suya; incluso para proponer variantes colaterales que puedan ser esclarecedoras. Máxime cuando el propio autor ha limitado su indagación a los aspectos políticos del pensamiento de F.

Moreno insiste de comienzo en que precisamente la política de F. es difícil de entender (por ejemplo, el significado político de la Historia de la locura (p. 29) y en que en toda su obra hay un ataque a la dialéctica (p. 30) para afirmar acto seguido como de pasada que su homosexualidad le causaba sufrimiento (p. 31).

Bien, si nos detenemos en la importancia de la actitud de F. ante sí mismo como homosexual podemos abrir otro blog. Me limito a señalar un campo inmenso de enorme fuerza explicativa no solo del pensamiento de F. sino del pensamiento a secas: el de su contingencia. Antes de Foucault hubo casos como el de Oscar Wilde y, después de él, las manifas del orgullo gay. ¿En que momento se sitía F.? En ninguno. Se instala en su propio sufrimiento, por necesidad inefable e intransferible. ¿Cómo formular eso? No se puede, pero condiciona todo lo que se dice. Su experiencia básica, repite Moreno, "fue su sexualidad" (p. 37). ¿No parece lógico vincular esto a su abrupta ruptura con la tradición freudomarxista (p. 61)? Sobre todo si le añadimos, sin ánimo de enredar, su edípica relación con su padre (39). Y conste que no creo que Moreno mencione a Edipo; es de mi cosecha pero es también evidente a lo largo de la obra de F.

En verdad tomarnos como centro e imagen del mundo y buscarnos y explicarnos en él, es decir, hablar de nosotros cuando decimos hablar del otro es lo que hacemos todos. Hay muchísima gente que arrastra un estigma y/o una desgracia. Milton era ciego, Quevedo patizambo, Leopardi y Ruiz de Alarcón jorobados, Dostoievsky epiléptico, etc, etc. ¡Ah, pero esas son desgracias que no están moralmente condenadas por la sociedad! Y aquí viene el ataque foucaltiano a la represión social mediante la locura, la utilización de la psiquiatría, el biopoder y su despotismo sobre los cuerpos. Thomas de Quincey era opiómano, Baudelaire y Cocteau asiduos, sino adictos. ¡Ah, pero el consumo de drogas no era entonces un crimen! Bueno, Byron parece haber tenido relaciones incestuosas con su hermana y a Trakl eso mismo probablemente le costó la vida. Y aquí sí que la condena social es absoluta, total, sin paliativos. La homosexualidad está o estará admitida; el incesto, según parece, no, nunca. ¿Qué poder sanciona el incesto que, para Lévi-Strauss es la única prohibición universal porque es natural a la par que cultural? ¿No es biopoder en estado puro?

La crítica de F. a las ciencias humanas (producida en la entrevista con Aron) es, con todos mis respetos, convencionalmente positivista. Y no arregla nada la generosa mano que le echa Moreno al decir que lo que el autor de la Arqueología del saber tenía en la mira era el uso instrumental, tecnocrático, de esos saberes (p.49). Pues claro; de esos y de todos, incluidas las ciencias verdaderas, incluida la filosofía si no quiere quedarse en la tertulia ilustrada de Rorty. Por cierto, está bien sacar a Aron, y más sacar Merleau-Ponty (aunque a veces éste diga verdaderas obviedades), pero hay que animarse a meter la otra pata de este terceto de antiguos amigos y luego rivales, Sartre. Y ya, de paso, incluir en el cuadro algo del clima intelectual de Francia en los años sesenta por razones obvias. El trabajo de Verstehen que hace Moreno es fabuloso y uno lee su narrativa cronológica de F. con pasión; pero le falta contexto, perspectiva. Decir en aquellos años que el GOULAG era un pretexto lo hacían muchos otros, como Garaudy o Aragon. El mismo Sartre, a pesar de El fantasma de Stalin, era ambiguo. Claro que lo que se pretendía tapar era de naturaleza distinta, en un caso la tiranía comunista y en el otro el Programa Común de la izquierda. Pero el reproche no se dirige al fin sino al medio, a la idea de que el GOULAG fuera un pretexto. Era y es y será siempre un fin en sí mismo.

El estudio de Moreno sobre las tres dimensiones del análisis foucaultiano del poder (filosófica, política y existencial) es espléndido. Y de nuevo hay algo que chirría. Dice Moreno que la idea de F. de la relación entre la verdad y el poder fluctuó (p. 59). Por supuesto, la verdad es un juicio (de qué naturaleza está por ver) y el poder, una relación, y su conjunción apunta al abismo insondable de la condición humana. Si la afirmación se queda en eso, en que la opinión sobre una endemoniada relación fluctúa, no tengo nada que decir; si es una crítica, no me parece acertada. Ya sé que seguir a F. en todas sus especulaciones sobre la verdad y el poder nos lleva a un jardín borgiano de los senderos que se bifurcan, aunque a veces no queda más remedio. Al fin y al cabo, puede ser un jardín epicúreo.

El fenómeno del siglo XX es el sobrepoder. ¿Por qué no? También es otras cosas. Por ejemplo y siempre sin ánimo de buscarme líos, la libertad. Cierto que la sociedad hoy está supervigilada. Excuso decir la feudal o la victoriana. Hasta el término escogido (poder pastoral) (p. 97) traiciona su carácter de préstamo de épocas pasadas. Recuérdese La letra escarlata y, en otro nivel, La cabaña del Tío Tom, el libro más vendido en los Estados Unidos, antes o después de la Biblia. Sí, en efecto, sobrepoder. Muy foucaultiano y muy francés pues el prefijo "sur" es tan frecuente que a veces no se traduce, como en surrealisme. Lo curioso es que los dos sobrepoderes citados sean el fascismo y el estalinismo. ¿Qué tal si decimos fascismo y comunismo? Pues que la armamos, porque F. militó en el Partido Comunista y eso deja huella hasta en un filósofo.

Moreno señala que F. se enfrenta al marxismo y al psiconálisis (p. 85) y, ya refiriéndose al F. del Colegio de Francia, que nos habla desde ultratumba, como Chateaubriand, dice que oscilaba entre el socialismo y el liberalismo (p. 105). No veo qué haya de malo en ello. Son dos ideas muy plausibles y complementarias. El socialismo tiene una vertiente económica y el liberalismo política y juntas han dado mucho juego; el máximo hasta la fecha. Pero Moreno se felicita de que ésta no fuera la última palabra de Foucault porque todavía lo sigue en su acercamiento a las teorías comunicativas habermasianas. Subraya ls importancia de la parresía democrática (la libertad de palabra) (p. 111), como aportación a la vía de la emancipación dialógica. Sí, y se le añade la isegoría con hincapié en la igualdad a la hora de hablar. Y está muy bien que Moreno recuerde que los requisitos foucaultianos de la libre expresión democrática arrancan de tres discursos de Pericles como nos los trasmite (y seguramente fabrica) Tucídides. No hay duda. Lo que no se ve es en qué sea esto superior o más avanzado o más profundo o verdadero que andar por la vida diciendo que uno es socialista y liberal que, por lo demás, era lo que decía Prieto.

En cuanto a la última palabra de F., ¿quién la sabrá? Creo recordar que F. murió cuando tenía apalabrado un encuentro con Habermas para dilucidar la respuesta kantiana a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Ahí podría haber dicho algo nuevo... o no. En todo caso, gran obra la de Moreno, notable cartografía del tortuoso itinerario de un hombre que siempre tuvo problemas consigo mismo y filosofó para ir a buscar las causas fuera de él, lo cual estaba muy bien pero no llevaba lejos si al tiempo no veía las que estaban en él.

dimarts, 18 d’octubre del 2011

Palinuro y Cyrano de Bergerac.




Cyrano de Bergerac. El otro mundo. Estudio introductorio, traducción y notas de Ramón Cotarelo, Madrid, Akal, 2011.




No sé si alguna vez he confesado mi afición al caballero Savinien de Cyrano de Bergerac, más conocido por Cyrano o Cyrano de Bergerac. Es todo un personaje: espadachín temible, pendenciero, jugador, tierno poeta, guerrero y gascón. Es la imagen que nos dejó Edmond Rostand en su felicísima pieza teatral de 1897 que fue un éxito sin precedentes y acuñó la figura que luego han perpetuado en el cine un par de películas, la última, de Jean Paul Rappeneau, protagonizada por Gérard Dépardieu.

Esa semblanza de bravucón, juerguista, valeroso, noble y corazón de oro ya era bastante estereotipada. Estaba descaradamente tomada de los mosqueteros de Dumas. Pero, al final acabó cristalizando otra aun peor: la de un narizotas quisquilloso duelista. La gente suele quedarse con las deformidades físicas y las convierte en definitorias. Eso le pasó a Quevedo que, además de ser patizambo, legó su nombre a los quevedos.

Algunos de aquellos rasgos se dieron en Cyrano, pero son los menos importantes. Más decisivo es que también era dramaturgo, brillantísimo autor de epístolas, entendido en ciencias (quizá también en alquimia), filósofo libertino del círculo gassendista, materialista y ateo y defensor a ultranza de la hipótesis copernicana, esto es, heliocéntrica; hipótesis que todavía podía costar un disgusto a sus defensores hacia 1645, siendo así que la obra póstuma de Copérnico se publicó en 1543. Un siglo luchando para que la Iglesia permitiese decir que la tierra gira en torno al sol.

Ese es el Cyrano que aparece en las dos utopías que escribió y no llegó a ver publicadas pues murió en 1655, a los treinta y cinco años, posiblemente asesinado por los jesuitas que lo odiaban por sus agudezas contra ellos, como aquella que decía que la Compañía de Jesús eran los dos ladrones.

Los estados e imperios de la Luna que fue la primera en ver la luz se publicó mutilada para que no ofendiera a la Iglesia y así siguió reeditándose doscientos cincuenta años hasta que, a comienzos del siglo XX, se descubrieron dos manuscritos originales completos, sin censura. De los Estados e imperios del Sol no se ha encontrado manuscrito original y hay que dar por bueno lo que se ha editado que, además, está sin acabar, aunque es pensable que Cyrano la dejara así a propósito porque justamente termina en el momento en que Campanella, que es su guía en el sol y él mismo, salen a recibir a Descartes que acaba de morir en la tierra. Descartes, el enemigo de Gassendi, maestro de Cyrano ¿Qué iba a decirle cuando había estado toda la obra sosteniendo que el vacío existe?.

La figura de Cyrano influyó en autores decisivos del romanticismo, como Vigny, Nodier o Gautier, que lo apreciaba mucho, tanto que su Capitán Fracasse tiene mucho de ciranesco. Se llevó fatal con su padre, despreció a los mecenas, contrajo la sífilis y murió joven, pobre y seguramente asesinado. ¡Ah!, además, estaba muy orgulloso de su nariz. En la Luna, los selenitas exterminan a los recién nacidos ñatos, seleccionan las más majestuosas narices y las usan como relojes de sol siendo la dentadura el cuadrante.

dimarts, 20 de setembre del 2011

Por qué la izquierda.

En la historia de Occidente ha habido tres momentos de especial importancia en los que se han opuesto dos concepciones del mundo, la de la ciencia y la de la religión, la que va en busca de la verdad, avanza en el conocimiento de la naturaleza y contribuye a la emancipación de los seres humanos y la que se atiene al dogma, obstaculiza el avance del conocimiento y no quiere la emancipación sino la sumisión de los seres humanos. Es la lucha sempiterna entre la razón y la fe que el Papa Benedicto quiere resolver dando primacía a la segunda sobre la primera y la izquierda, como la ve Palinuro, procediendo al revés, dando primacía a la razón sobre la fe.

Los tres momentos citados son el redescubrimiento del cuerpo filosófico aristotélico en el siglo XII; el giro copernicano del triunfo del heliocentrismo sobre el geocentrismo en los siglos XVI y XVII; y la formulación de la teoría darwinista de la evolución de las especies en el siglo XIX. En las tres ocasiones la Iglesia se opuso al descubrimiento, a la novedad, a las teorías científicas. En el caso del aristotelismo, un sistema filosófico completo que ignoraba la idea de Dios, lo que hizo la Iglesia fue casarlo con ese mismo Dios a través de la obra de Santo Tomás, gracias a la cual Aristóteles pasó a ser objeto él mismo de dogma, algo que no casa nada con el estagirita, pero permitió perseguir las discrepancias filosóficas como herejías y actuar en contundente consecuencia. El tomismo sigue siendo la filosofía oficial de la Iglesia, sea en vertientes "progresivas" o "tradicionales".

Frente a la teoría copernicana, la Iglesia reaccionó con mayor virulencia, si cabe, y menos contemplaciones. Censuró, persiguió, encarceló, torturó y asesinó gente por sostener ideas que hoy nadie cuestiona, ni los curas. Porque respecto a la metafísica aristotélica se puede debatir, pero no del hecho de que la tierra sea redonda y gire en torno al sol. La Iglesia ha pedido perdón por algunas de las barbaridades más escandalosa, como los asesinatos de Savonarola y Bruno. Pero la cuestión no es pedir perdón por los excesos sino reconocer que estos son producto de una teoría perversa que consiste en arrogarse el derecho a decidir lo que los demás pueden pensar. Una monstruosidad.

La polémica del darwinismo llega a nuestros días pues la Iglesia no acepta la teoría del origen de las especies por evolución y sigue aferrada a la concepción creacionista, entendiendo la fábula bíblica en sentido metafórico pero como esencialmente cierta. Hoy el creacionismo renace y cobra fuerza en las llamadas teorías del diseño inteligente, ampliamente favorecidas por la derecha y la extrema derecha de carácter confesional sobre todo en los Estados Unidos y cada vez en más países en los que se intenta sustituir en la enseñanza la concepción darwinista por la creacionista.

Este último es un dato esencial porque apunta al hecho de la alianza permanente de la Iglesia (sobre todo la católica) con la derecha y con sus regímenes políticos, incluso cuando son dictaduras. No hace falta recordar aquí que se habla de la Iglesia, no de los cristianos. Nadie ignora que hay muchos cristianos que se oponen a la Iglesia por una serie variada de razones. Es la Iglesia la que normalmente forma alianza con la derecha y sus formas políticas. Lo cual explica por qué la izquierda tiene que estar enfrentada a ella, no a los cristianos.

El maridaje Iglesia-poder político favorece un discurso basado en la idea de la división de los seres humanos que tiene diversas formas a lo largo de la historia pero siempre acaban en lo mismo: los que mandan y los que obedecen. La idea de que todos los seres humanos tenemos el mismo valor y, por lo tanto, somos iguales y merecemos vivir en libertad es la izquierda. La igualdad en libertad, sin que sea prudente favorecer a la una sobre la otra.

Aparentemente todo el mundo está de acuerdo en la propuesta. Es más, basta con mirar en torno nuestro: vivimos en sociedades básicamente libres y tratamos de que sean igualitarias. Para la izquierda, sin embargo, la libertad e igualdad existentes dejan mucho que desear. No hay libertad si no hay igualdad. Y no hay igualdad si ésta se limita a ser igualdad ante la ley, condición necesaria, pero no suficiente, entre otras cosas porque las leyes se cambian ya que son producto de la razón.

Es verdad que la desigualdad presente parece no ser tal pues encaja en la igualdad ante la ley y ya no hay privilegios nobiliarios o de otros tipos. Nadie habla de señores y siervos, nobles y villanos, ni siquiera burgueses y proletarios. Pero eso no quiere decir que no siga habiendo la dicotomía entre los que mandan y los que obedecen, los de arriba y los de abajo. Lo que sucede es que, en la sociedad neoliberal, que marcha a toda máquina al restablecimiento de condiciones materiales del capitalismo primitivo y la moral victoriana con toques calvinistas, la división es entre los justos, que son los triunfadores, y los injustos, que son los fracasdos. Y mientras eso siga siendo así, la izquierda será necesaria.

(La imagen es una reproducción de un cuadro de Jacques Réattu, titulado El triunfo de la libertad (1794/95) que está en el dominio público).