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dilluns, 13 de juny del 2016

La locura es individual

A la vista de la matanza de Orlando, ¿tiene sentido acordarse de la perpetrada por Anders Breivik, el nazi noruego, en Oslo, en 2011 y por unos terroristas islamistas en París en 2015? Setenta y siete personas murieron en la primera ocasión. Eran, creo recordar, gentes de una organización juvenil socialdemócrata en un campamento de verano. En el caso francés unas gentes que estaban divirtiéndose en unas salas de fiestas, más de 120 muertos. Y nada que ver con un club gay en Orlando, Florida. Nada es nada. No hay pauta, no hay "método en la locura", como pensaba Polonio de Hamlet. No hay más que una persona toma una decisión que acaba con la vida de otras. Y esa decisión la toma por su cuenta y bajo su responsabilidad.

Para mayor complicación, aunque lo más sencillo y frecuente es que se considere locos a los asesinos, que "se les ha ido la olla", no tiene por qué ser así. Aunque fastidie reconocerlo. No podemos saber cómo era el autor Omar Siddique Mateen porque está muerto. Pero sí sabemos cómo está Anders Breivik. Por cuanto puede verse es una persona cuerda; parece ser autoritario, pero eso no es un delito; muchos lo son, sin llegar a abrir fuego sobre una muchedumbre. Puede estar poseído de una manía de erostratismo, pero eso no explica por qué le da por asesinar a sus semejantes en lugar de volar el Taj Mahal, por ejemplo.

El autor pude haber actuado siguiendo algún mandato que juzga superior. Es posible. En algún sitio he leído que uno de estos curas musulmanes anda diciendo a gritos que los gais deben perecer. También es posible. Algo similar dice el Cardenal Cañizares en España. Cierto que Cañizares no desea ni ordena la muerte de ningún gay, pero es que eso, por ahora, es delito. Habría que saber la opinión de Cañizares si no lo fuera. Y, en el caso de Breivik, quizá no habrá voz clerical alguna representante de la Valhalla que ordene expresamente acabar con los socialdemócratas en un campamento de verano. Como tampoco parece que a algún clérigo musulmán francés haya predicado la necesidad de dar muerte a la gente que se divierte en una discoteca. Pero el dicho Breivik puede creer que esa orden está implícita en su forma de entender la vida del nazi ario puro, como los ocho terroristas parisinos pueden pensar que solo se es verdadero creyente cuando se asesina a los no creyentes. Son conclusiones que alcazan por su cuenta. 

Haya o no haya las voces, molestarse en encontrar la justificación causal de un crimen en una ideología, religión o concepción colectiva del tipo que sea, es perder el tiempo. Sobre todo si se hace con ánimo de prohibir luego estas creencias colectivas. Las creencias no pueden prohibirse. Sí pueden sus manifestaciones prácticas, objetivas, pero no en su pura actividad subjetiva.

Los responsables de sus actos son en primer lugar (y muchas veces único, aunque no siempre) los individuos. Esto es, el terreno de lo desconocido. Nunca sabremos cómo van a reaccionar los demás a nuestros actos, incluso a nuestros no actos, a nuestra mera presencia en el mundo. En la inmensa mayoría de los casos sí decimos saberlo porque damos por bueno el instinto y sentido de supervivencia en nosotros mismos y en los demás. Pero eso no es saber y, además, no funciona siempre. La ruptura del sentido de supervivencia propio o ajeno no puede darse por imposible con aboluta seguridad. La baja probabilidad del asunto no quiere decir nada desde un punto de vista moral: un solo caso entre millones plantea el mismo problema de comprensión que si fueran muchos más.

El bajo índice de probabilidad del crimen, desde el punto de vista jurídico puede servir para calibrar la intensidad de la respuesta y dictar las normas generales que parezcan más adecuadas a la opinión pública.

Pero locos que aprieten el gatillo en una concentración de gente habrá siempre. 

dimarts, 4 d’agost del 2015

El nazismo y la poesía.


Thomas Harding (2015) Hanns y Rudolf. El judío alemán y la caza del Kommandant de Auschwitz. Barcelona: Galaxia Gutenberg.
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Es célebre la rotunda reflexión de Adorno escrita en 1949, a su regreso del exilio en los Estados Unidos: "Después de Auschwitz, escribir poesía es cosa de bárbaros". Sobre esta agónica conclusión se han vertido ríos de tinta. Bien es cierto, casi toda en prosa. De pocos acontecimientos y acaeceres se ha escrito más que sobre los campos de exterminio, la "solución final", el holocausto. Quizá sólo la guerra civil española sea comparable y es temática indirectamente relacionada. Toneladas de ensayos, recuerdos, memorias, investigaciones, testimonios, piezas teatrales, películas y, por supuesto, novelas. Ignoro si se ha escrito mucha poesía sobre Auschwitz, pero es obvio que se ha escrito mucha, muchísima, después de Auschwitz. Es más, por extraños vericuetos que llevan a lo más profundo del alma humana, la poesía se ha infiltrado en muchos textos en prosa, transfigurándolos. Todas las obras de Primo Levi, escritas en prosa, son poemas, se leen como poemas porque ponen en contacto a un ser humano, la víctima, con otro, el lector, de modo inmediato, directo, inefable. Y esto pasa con muchos relatos de protagonistas, supervivientes, personas que sobrevivieron quizá por un error administrativo de una maquinaria asesina, por el fracaso de un plan, por una obstinación sobrehumana o por un golpe de suerte. Cualquiera sabe que el azar es pura poesía y, si es a vida o muerte, poesía trágica.

La barbarie nazi ha sido incuestionablemente documentada por cientos de especialistas que han llegado a formar una cofradía empeñada en que el olvido no sepulte su recuerdo. Me honro con la amistad de uno de ellos, Joaquim Pisa, que ha hecho un trabajo impagable sobre las deportaciones de españoles al campo de Mauthausen y sobre el campo en sí. Algún otro ha dejado verdaderos monumentos a esa facultad tan preciosa de la humanidad que es la memoria, la primera que todos los tiranos del mundo pretenden anular. La inmensa película, Shoah, de Claude Lanzmann, con sus nueve horas y media de duración es, ante todo, eso, un monumento a una memoria que no puede borrarse.

 En qué medida la realidad haya desmentido la conclusión adorniana es algo que depende del sentido que le demos, pero no seguiremos este sendero porque estamos a otra cosa. Auschwitz, Dachau, Mauthausen, Treblinka, Belsen, Buchenwald, etc aparecen una y otra vez en el gran relato humano de la segunda mitad del siglo XX, hasta formar una amalgama con nuestras experiencias, nuestras vivencias, ambiciones y temores. Quienes han  visitado alguno o todos los campos de exterminio, han tratado con supervivientes de ellos o sus familiares, han comprobado los números tatuados en los brazos, han leído libros, visto películas, escuchado composiciones que los han aproximado a la agonía, la experiencia límite de unos seres humanos deshumanizados y tratados como reses en los mataderos. Y lo han interiorizado, convertido en algo suyo. El holocausto late hoy en la conciencia de los vivos.

Entre otras cosas porque cuando alguien presenta un relato sobre algún aspecto de esta monstruosidad, suele tener elementos personales, íntimos, que todos nos apropiamos de modo empático. Es el caso de este libro en comentario.

Hace unos años, con motivo del fallecimiento del ciudadano británico Howard Harvey Alexander, nacido alemán y judío como Hanns Alexander, el autor de esta obra, sobrino-nieto del fallecido, supo que su tío abuelo fue quien capturó al Kommandant del campo de Auschwitz, Rudolf Höss y lo entregó a las autoridades británicas, quienes se lo pasaron a las polacas. Fueron estas quienes lo juzgaron, lo condenaron a muerte y ahorcaron en el mismo campo en el que había cometido sus atrocidades. Este es el elemento personal, íntimo, privado que hay en esta historia y que la hace tan fascinante: pues, como en muchos otros relatos sobre el holocausto, lo personal se mezcla siempre con lo colectivo y le da un especial interés.
 
En este caso, el autor traza una especie de vidas paralelas entre dos ciudadanos alemanes, contemporáneos, aunque no exactamente coetáneos, dado que uno es más de 15 años más joven que el otro. El joven, el judío berlinés, Hanns Alexander, hijo de un reconocido médico de la capital, acostumbrado a una vida de altos vuelos si no directamente de lujo, ante el ascenso del nazismo en los últimos años veinte y primeros treinta, se ve obligado a huir de su país, así como el resto de su familia y a refugiarse en Inglaterra. Allí se presentará voluntario para combatir contra Alemania en el ejército inglés, en donde llegó a teniente, siendo destinado al final de la contienda a la primera comisión de investigaciones sobre crímenes  de guerra de los jefes nazis, aprovechando su bilingüismo alemán/inglés.
 
El protagonista de la otra vida es el oficial alemán Rudolf Höss, de origen mucho más modesto, trabajador del campo, teóricamente ario puro que sirve en el ejército de su país durante la primera guerra mundial, es herido varias veces en acciones arriesgadas en las que muestra gran valor, condecorado y devuelto luego a la vida civil en los tumultuosos años veinte en la República de Weimar, cuando crece la peste nazi tan bien retratada por Christoher Iserwood. Höss ingresa en las SS, hace carrera y mantiene una relación de proximidad con Heinrich Himmler quien lo manda al frente del campo de Auschwitz con el encargo de poner en práctica la solución final. Höss fue  directamente responsable de la matanza de millones de personas y, cuando el III Reich se hundió, se despojó del uniforme, vistió un traje de paisano y huyó a refugiarse en secreto a una aldea al norte de Alemania, ya cerca de la frontera con Dinamarca, con ánimo de escapar del país como hacían entonces muchos responsables nazis, para llegar a Latinoamérica y empezar allí una nueva vida bajo identidad falsa.
 
El conjunto del relato de Harding contiene abundantes episodios de brutalidad, crueldad y barbarie de las que eran responsables los nazis y también muchos otros ejemplos de eso que, desde la descripción de Hannah Arendt se conoce como la banalidad del mal. Höss no era solo una bestia inhumana. El autor subraya otros aspectos contradictorios: era un buen esposo y padre de familia y tenía algunas convicciones ideológicas, la primera de las cuales era, claro, la ciega obediencia al mando y la lealtad incuestionable al Führer. Si Himmler (quien recibía las órdenes directamente de Hitler) le encomendaba poner en práctica la solución final con escasísimos medios materiales, él cumpliría las órdenes velando por realizar la tarea con sentido burocrático e industrial y la mayor eficiencia posible. Quiso el destino que fuera él quien, por indicación de un subordinado, pusiera en marcha el procedimiento de gasear a los internos a cientos con el gas Zyklon B y hacer desaparecer luego los cadáveres en los hornos crematorios o quemados en fosas comunes. Es decir, la importancia de Höss para la historia es que fue el primero en acometer el exterminio de los judíos con eficacia industrial.
 
A su vez recae sobre el otro hombre, Hanns Alexander, el singular honor de haber sido también uno de los primeros, sino el primero, en cazar nazis, el primer caza-nazis de la historia. El antecesor de Simon Wiesenthal. Y, en efecto, después de haber localizado y arrestado a algunos mandos intermedios, sus jefes le encomendaron la caza y captura, a ser posible vivo, del Kommandant Höss. Y Hanns cumplió. Acabó encontrándolo, obligando a su esposa a revelar su escondite, aunque fuera por el no muy noble procedimiento de amenazarla con enviar a Siberia a su hijo menor, entonces un niño. Es muy de agradecer que, así como Harding busca facetas no enteramente repulsivas del oficial de las SS, tampoco intente embellecer la figura de su tío abuelo. En la guerra, en la inmediata postguerra, las pasiones volaban muy alto y los valores más sagrados crujían. Que cada cual juzgue ese dato del chantaje a la madre como crea justo, el autor cumple escrupulosamente con su deber de darnos los datos para el juicio.
 
El hecho, pue, es que Hanns cazó a Höss, el responsable material del desencadenamiento de la solución final. Solo faltaba que confesase, cuestión necesaria porque, aunque no había escasez de testigos, faltaban casi todas las pruebas materiales ya que los nazis, al verse perdidos, pasaron a destruir sistemáticamente documentación, archivos, laboratorios, instalaciones, todo. Con lo cual se daba pie a las teorías negacionistas. Por fortuna, durante el tiempo en que Höss estuvo en prisión preventiva, aguardando su proceso, un psicólogo le proporcionó papel y pluma para que escribiera lo que quisiera. De vez en cuando, pasaba a recoger lo escrito y animaba al preso a seguir. Al final, movido por una mezcla de despecho, arrepentimiento, desconcierto, desesperanza y quizá odio, quien sabe incluso si contra sí mismo, el hombre acabó confesándolo todo por escrito.
 
La solución final había sido un hecho y de tal envergadura que se le llegó a atribuir la muerte de la poesía.

dijous, 16 de gener del 2014

La ladrona de libros. El mal y la ñoñería.

Las películas hechas sobre novelas (muchísimas; la literatura es un filón inagotable de guiones de cine) tienen siempre un problema de hasta qué punto respetan el original. A veces lo mejoran; a veces lo empeoran. También cabe preguntar por qué han de respetarlo y, ya puestos, qué significa "respetar" en las historias de ficción. Pero ese es otro tema.

Quienes conocen las novelas suelen quejarse de sus adaptaciones cinematográficas. Quienes no las conocen, por lo general, son más indulgentes en su juicio. Esta película está basada en una novela del australiano Markus Zusak. Publicada en 2005, tuvo un gran éxito, se llevó un montón de premios y conservó una posición muy alta en las listas de éxitos de ventas durante algunos años. Era de suponer que se convertiría en película y así ha sido.

No he leído la novela y mi juicio alcanza exclusivamente a la peli. Pero como esta tiene un espíritu tan literario, mis cavilaciones me llevan a preguntarme por la novela y a desear que, por los medios narrativos propios, dé mayor densidad a las situaciones y más profundidad a los personajes. Y seguramente será así pues el mismo título de la obra apunta a un recurso literario muy típico, esto es, meter otros libros en el libro que se está escribiendo, otras historias en la historia, otras novelas en la novela. Muchos clásicos han recurrido a él. Gran parte de la Odisea no la cuenta Homero sino que Homero se la hace contar a Ulises. El ejemplo canónico, el Quijote, que es un libro sobre libros y de historias dentro de historias. El cine tiene menos facilidad para estas construcciones porque su lenguaje es icónico, visual y lo narrativo queda reducido al esqueleto de los diálogos. Sus posibilidades de metarrelato son casi nulas. Es más dado al trompe l'oeil y por eso se abre camino el 3D

La película mantiene la voz en off del narrador, cuya personalidad se revela al final, pero su presencia es prácticamente imperceptible y queda anegada en la concentración del guión en una sola dimensión de lo que se adivina es una historia más compleja; la dimensión más sensiblera y hasta un poco ñoña.  La idea de contraponer dos extremos mutuamente excluyentes y, por tanto, destructivos, es muy atractiva. Las vidas humanas son siempre conflictos, luchas, antagonismos. En el caso del desvarío nazi lo es más. Es la oposición entre el bien absoluto bajo la forma de la inocencia de la niñez y la adolescencia y el mal absoluto bajo la forma del nazismo. 

Hace pocos años otra película, basada asimismo en una novela, El niño del pijama de rayas, planteaba la misma situación. ¿Cómo ve un espíritu infantil, casi rousseauniano, la acción del odio, del mal absoluto, de la crueldad y la muerte? En verdad, esa situación, como casi todas las que maneja el arte, procede de la realidad. Si no me equivoco, el primer relato que aborda el nazismo desde el punto de vista de una niña y adolescente es El diario de Ana Frank. La fuerza de este relato es que es real. Los otros, sus derivaciones, son obras de imaginación y, como toda obra de imaginación pueden descompensar el fino equilibrio con que la realidad teje sus hilos, a favor de unos factores u otros. A estas desviaciones llamamos estilos. Según el prevaleciente, los relatos son más sentimentales, más naturalistas, más optimista, más introspectivos. Estilos. 

El riesgo de los relatos con protagonistas infantiles (en primera o tercera persona) es la sensiblería. Y de esta hay bastante en la película. Por supuesto, es preciso ser justos, hay bastantes más cosas, incluso demasiadas, quizá por el prurito del director, precisamente, de evitar la ñoñería. La historia rehuye los aspectos más socorridos y teatrales del nazismo, para concentrarse en el impacto de este en la vida cotidiana de la gente modesta en barrios de trabajadores. No hay campos de exterminio, ni escenas de guerra ni locuras estilo congresos de Nurenberg, si bien no nos libramos de una quema de libros, un discurso radiado de Hitler y unas escenas de S.A. destrozando comercios y apaleando judíos. Y son tantos los detalles que muestran que no hay tiempo a explicarlos y aunque los personajes los narran (la esposa del alcalde y el padre adoptivo de la protagonista) no quedan del todo claros. Son muchas las relaciones que aparecen desdibujadas, entre los vecinos del barrio, como lo está el sucederse de los acontecimientos, según avanza la guerra. Afortunadamente sabemos tanto de los nazis que no es difícil suplir lo que la peli no se detiene a describir: las leyes contra los judíos, la eliminación de la oposición, el estallido de la guerra, la Hitlerjugend, las deportaciones masivas, el frente del Este, el hundimiento.

Ya lo hemos visto casi todo. Pero hay que volver a verlo para no olvidarlo. Por cierto, muy bien rodada. Un poco angustiosa. Casi todo son interiores y decorados de una o dos calles. A veces, pocas, hay excursiones al resto de la ciudad, al río, panorámicas de bosques y montes en distintas estaciones del año. Fotografía muy cuidada, que se agradece entre tanto agobio de la vida en un sótano sin luz natural.

dijous, 16 de maig del 2013

¿Quiénes son los nazis?


Hace unos días, la presidenta de Castilla-La Mancha, después de contar los sueldos que recibe y de ver si le había llegado algún sobre más, encontraba tiempo para llamar nazis a los ciudadanos que participaban en escraches. De igual modo, algunos de esos mercenarios que el PP tiene repartidos por los medios a razón de una pastuqui por insulto (y siempre de dineros públicos, claro) también maullaban que los nacionalistas catalanes son eso, nazis.


¿Pura ley de Godwin? Desde luego. Y algo más. Algo más porque todos estos acusadores proceden de un partido franquista, fundado por un ministro de Franco que, como sabe todo el mundo, excepto los granujas a sueldo que se sientan en cierta real academia, era un dictador totalitario, un golpista, un asesino y un genocida. O sea, un nazi. Y los que heredan su espíritu y lo defienden a día de hoy, nazis.

Pero no crean ustedes que Palinuro exagere un ápice. Ahí tienen ustedes la prueba: que un país considere legal una organización nazi, como Falange Española (en todas sus divertidas variantes, incluida la de los independientes aznarinos) ya tiene pecado. Que esa organización reciba una distinción honorífica por los motivos que sean clama al cielo. Que esa distinción honorífica le sea impuesta por la delegada del gobierno en Cataluña, María de los Llanos de Luna, es decir, por la autoridad "democrática" competente no solo es una mofa y una befa de los valores democráticos que esta dama simula representar sino un escarnio a la memoria de las víctimas de estos asesinos hoy condecorados.

Esos son los nazis.

Que en el acto estuviera presente un regidor municipal del PSC explica hasta qué punto la izquierda de este país ha abdicado de sus principios y valores y se presta a colaborar con el crimen.

¿Quieren ustedes más nazis, nazis de verdad? Ahí tienen ustedes el ayuntamiento de Santoña, del PP, que, a instancias de otro falangista (o sea, un nazi) ha decidido reinaugurar un monumento a Carrero Blanco, el criminal al que Franco nombró presidente del gobierno y ETA quitó del medio por un procedimiento expeditivo, ¡37 años después de construido y emplazado! Con ello los protagonistas, además de probarse nazis, frisan la más profunda estupidez, si es que ambas cosas no son lo mismo.

En este caso, al menos, los socialistas han votado en contra y los de UPyD, haciendo honor a sus credenciales democráticas, se han abstenido.

Si quieren ustedes encontrar nazis no miren a la PAH o a los nacionalistas catalanes. Miren al PP que es en donde están, como todo el mundo sabe, incluidos ellos mismos, los mismos que en un alarde de proyección neurótica, llaman "nazis" a los demás.

divendres, 23 d’octubre del 2009

Racismo en la tele.

Toda equidistancia entre el discurso ultraderechista y el ultraizquierdista es hipócrita, criminal y suicida. Digo entre los discursos. Las prácticas son otra cosa. Las prácticas sí tienden a parecerse, a coincidir. Ambas descansan en la negación radical de la dignidad de las personas, de la libertad del individuo. Ambas someten a éste a la locura de un proyecto colectivo (de raza, de clase, de lo que sea) que, sin consultar a nadie, se impone a sangre y fuego en la sociedad, negando los derechos más elementales de las personas, instrumentalizándolas en pro de la locura, esclavizándolas y aterrorizándolas en un régimen de arbitrariedad, tortura y desapariciones.

Esa es la práctica, pero el discurso respectivo es muy distinto. El discurso de la extrema derecha es mucho más peligroso que el de la extrema izquierda. Éste último hace referencia expresa a la utopía y atribuye a los seres humanos unas cualidades de solidaridad, justicia y altruismo que la mayoría de esos seres humanos está convencida de que no se dan. El discurso de la extrema izquierda genera incredulidad y desconfianza, dos reacciones muy razonables a la vista de lo que se vio que eran los sistemas comunistas: lugares en que unos dirigentes que vivían en el lujo y la molicie predicaban a las masas unas virtudes de trabajo, esfuerzo, sacrificio, entrega que ellos no practicaban.

En cambio el discurso de la extrema derecha habla a las pasiones mas obvias y bajas del ser humano: el instinto de supervivencia, el egoísmo, la exclusividad y la exclusión del extranjero, cualidades que todo el mundo dice no tener pero todos, significativamente, dicen que crecen y crecen en la sociedad. Teniendo en cuenta además que es una ideología que propugna el empleo de la violencia, aunque no siempre lo diga.

Es decir que no estoy muy seguro de si la BBC ha hecho bien permitiendo que el ultraderechista Nick Griffin suelte su veneno en todos los hogares. Supongo que sí pero no estoy seguro. Preocupa cómo se extiende esa mentalidad criminal.

(La imagen es una foto de hiperkarma, bajo licencia de Creative Commons).

dimecres, 27 de maig del 2009

Los intelectuales serviles

Ocurre en todos los sistemas totalitarios, en todas las dictaduras: hay intelectuales que se alinean con el poder y lo sirven fielmente. Las relaciones entre los dos son complicadas. No es infrecuente que el poder se gane la servidumbre de los pensadores utilizando una táctica doble de halago y coacción, zanahoria y palo. En general somos vanidosos y nos conmueve que el Príncipe, desde su gloria, haya reparado en nuestro humilde quehacer. Además tememos al dolor físico por lo que, acobardados, acabamos colaborando.

En la película de Vicente Amorim se refleja la historia de un escritor alemán, John Halder, quien, habiendo escrito una novela que los nazis valoraban mucho porque había empezado haciéndolo A. Hitler, termina colaborando con el régimen al cien por cien y finalmente sabiendo y mirando frente a frente a la horrible realidad que los nazis crearon para los judíos.

No escasean la obras sobre los nazis en las que la cuestión no es cómo pudo suceder lo que sucedió, echando la culpa a los jefes políticos y militares sino en las que se trata de la responsabilidad específica de sectores concretos de la población y qué tipo de castigo obtuvieron: los intelectuales (por ejemplo, los músicos, con el caso Furtwängler), los jueces, los mismos militares. La historia del conflicto moral suele presentar la misma evolución: el hombre se corrompe, se hace cómplice del mal y pone precio a su corrupción.

El momento en que suele comenzar este tipo de historias es el del primer surgimiento del nazismo, el inicio de una época de cuyas consecuencias morales todo el mundo se horrorizaría después, el momento del huevo de la serpiente: el tipo de textos expresionistas, al estilo de los de Karl Krauss, el reflejo de una realidad desbocada, al estilo del de Döblin o de Christopher Isherwood que también tuvo tiempo de presenciar cómo evolucionaba la Alemania del tercer decenio del siglo XX.

John Halder cambia su angustioso estado de profesional sin mucho renombre, hijo atormentado por una madre fuera de sí, esposo aburrido en un matrimonio sin amor, hombre más o menos del montón por el relieve público, el éxito social, la vida muelle del intelectual que, conscientemente, pone su talento al servicio del proyecto nazi pensando que conseguirá evitar convertirse en uno de ellos. Pero no lo consigue. Desde el mismo momento en que admite la primera concesión, la primera transacción moral, ya lo está siendo. Por eso la película termina del modo tremendo en que lo hace, cerrándose con esos compases célebres de la primera sinfonía de Mahler, autor al que está dedicada la entera banda musical.

Entre tanto hay una historia bien contada, bien ambientada, a veces un poco confusa, pero siempre emotiva en la que vamos viendo la estrella ascendente del intelectual ario, colaboracionista con el régimen, hasta su degradación final. Viggo Mortensen borda el papel y lo mismo hubiera hecho la protagonista femenina, Jodie Whitaker, si el suyo hubiera sido más consistente y no perdiera interés repentinamente cuando el personaje pasa de ser una audaz, ingenua pero muy original estudiante con mucha personalidad a personificar una convencional y egoista esposa de un alto cargo de las SS que es en lo que se ha convertido aquel profesor que tanto la atrajo en la Universidad.

dimarts, 3 de març del 2009

Expiación.

Fui el otro día a ver esta preciosa película (El lector) de Stephen Daldry a la que he quedado enganchado. Una delicada obra de arte en la que se cuenta una historia de amor que prende repentinamente entre dos seres humanos que, a causa de su diferencia de edad, han vivido, están viviendo y vivirán después tiempos muy distintos, lo que marcará sus vidas definitivamente por las muy diferentes formas que tienen de encarar su pasado.

El caso es que estaba reflexionando sobre la peli y cómo abordaría su comentario cuando recibí uno de mi amigo Pablo Iglesias Turrión quien, habiendo ido a ver el mismo film, estaba debatiéndolo con un profesor amigo suyo y me enviaba el enlace a su blog El gesto de Antígona en el que hay una entrada cuyo título lo dice todo: El Lector y el Holocausto. Un diálogo con mi amigo Norman Radcliffe en el que puede verse cómo ambos debatientes discrepan acerca del transfondo de la historia, pero no de la historia misma que se cuenta en la película ni del juicio estético o moral que les merezca o, cuando menos, yo no lo he visto. Por eso, tras responder a Pablo que Palinuro hablaría de la peli y de su comentario enlazando a su blog, decidí seguir adelante con el mío y referirme al final a su muy interesante debate.

A mi modesto entender El lector cuenta una historia de amor profundísima entre dos seres humanos ordinarios, casi vulgares, desde esa perspectiva que a veces toma el arte y que tanto se parece curiosamente a la del derecho penal: la perspectiva estrictamente individual: se habla de estos seres humanos concretos en este tiempo concreto, de personas físicas hic et nunc y no de principios, símbolos, emblemas, ideologías o personas morales. Y en ese contexto histórico-biográfico determinado la historia es muy sencilla: la del primer amor entre un adolescente, Michael, y una bella joven cobradora de tranvía en Berlín, Hanna, como quince años mayor que él, de cuyo pasado nada sabemos, mientras que sí se nos ilustra sobre la clase social y circunstancias del joven en el Berlín de los primeros años cincuenta.

La peli me parece estupenda, aunque tiene algún momento poco logrado en la ambientación de los años sesenta (que también recorre), pero eso importa poco. Sólo las breves escenas en que Michael y Hanna salen de excursión por el campo (obviamente, antes de la construcción del muro) son tan deliciosas y típicamente alemanas en el espíritu de los Wandervögel que uno perdona algunos errores livianos. La fotografía está muy bien, la interpretación de Kate Winslet es extraordinaria y el núcleo del guión, lo que el guionista ha hecho de modo magistral, esto es, narrar dos historias en tiempos distintos en una unidad de acción sólo puedo calificarlo de maravilloso. Me quedé prendado.

El lector es, entre otras cosas, probablemente, una metáfora sobre la grandeza de los sentimientos de la gente sencilla, pequeña, la gente indefensa frente a las grandes maquinarias ideológicas, conceptuales, que definen el tiempo en el que viven y que, como monstruosos Molochs verbales las destruyen sin que tengan posibilidad alguna de defenderse; es más, sin que lleguen a entenderlas. ¿Cree alguien que la condición de Hanna (que no especifico aquí por no reventar la peli a quien no la haya visto) es inocente a la hora de enjuiciar qué posibilidades reales tuvo ella, Hanna Schmiz, de sobrevivir con una u otra dignidad a su tiempo? ¿No es obvio que la definición de todos los seres humanos como "seres en el tiempo" sólo puede ser excogitación de algún gran filósofo que, por añadidura, era nazi? ¿No hay una distancia abismal entre las posibilidades de Hanna y las de Hitler frente a su tiempo, que fue el mismo? ¿No es obvio, patente, palmario que si Hitler hubiera muerto prematuramente la vida de Hanna hubiera sido radicalmente distinta mientras que si Hanna hubiera muerto prematuramente la de Hitler hubiera sido la misma? ¿No es cierto que la relación hombre-tiempo es muy distinta según de qué hombres estemos hablando?

En cuanto a la culpabilidad, cuestión central en la película, desde luego, hay dos. Pero la esencial, la que constituye el meollo moral de la historia e invita a una atribulada reflexión no es la responsabilidad por el Holocausto (sin ser ello cosa baladí, desde luego) sino la que se deriva del hecho de que Michael, que sabe la causa verdadera por la que Hanna Schmiz admite haber redactado el informe incriminatorio, calla y permite que sea injustamente condenada. ¿Venganza por su primer amor frustrado? ¿Complicidad con la llamada justicia del vencedor? ¿Confabulación con la hipocresía que tan gallardamente denuncia su compañero de seminario? ¿Castigo suplementario de Hanna por haber tenido el pasado que tuvo? ¿Respeto a la decisión de ésta, libremente tomada en un sentido, en fín, heideggeriano? ¿Consumación de su amor mediante renuncia al ser amado? Que cada cual decida en un complejo problema moral que afronta un individuo concreto. Pero que no se olvide que siempre, siempre, que hay un problema moral, al final, decide un individuo; no una idea, un partido, una doctrina o un valor. Un individuo.

Para mí, Michael comete una acción repugnante, es culpable de una verdadera injusticia pues, estando a su alcance evitarla, no lo hace y permite que se condene a una inocente. Porque, haya hecho lo que haya hecho, Hanna es inocente en ese punto concreto y el primero que tendría que señalarlo es el futuro jurista Michael. Si hay una definición de injusticia que todos los seres humanos admitimos sin sombra de duda es la de que se castigue a un inocente sabiendo que lo es. Por eso creo no exagerar si interpreto que todo lo que sucede después en la vida de Michael, su fracaso matrimonial, su distanciamiento de su hija, su soledad e inadaptación es el resultado de su arrepentimiento por aquel hecho indigno que lo lleva a expiarlo como lo hace, pero no le impide coronar la historia con el fracaso definitivo que acaba como acaba.

Para mí estos son el mérito y la originalidad de la película. Vuelvo ahora sobre el asunto del Holocausto que, sin duda es importante, pero aquí sirve únicamente como telón de fondo para que comparemos dos formas del mal e, irónicamente, dos formas de víctimas. Estoy de acuerdo con Pablo Iglesias en adjudicar a la ejecución del Holocausto (no así también a su planeación) una dimensión funcionarial, administrativa, burocrática, y arrebatarle todo tinte épico. Pero eso tampoco aminora la calificación moral del plan en su conjunto como la acción del mal absoluto, trascendental, sobre la tierra, lo inconmensurable e inaprensible para la conciencia del ser humano. Lo inhumano absoluto ejecutado con la seriedad y eficacia de los funcionarios prusianos, la indiferencia de los burócratas kafkianos. Precisamente ese el punto de vista de la famosa peli de Stanley Kramer, Nurnberg en su título original que aquí se llamó, vaya por Dios, Vencedores o vencidos. Como se recordará se trata de un proceso a cuatro jueces nazis, cuatro hombres cultos, con claro discernimiento moral. Uno de ellos, escandalizado de que se les acuse de haber posibilitado el exterminio de cientos de miles, millones de judíos, en un momento se acerca a otro preso, un funcionario que estaba a cargo de los hornos crematorios, y le pregunta si fue posible aquello y el otro, sin perder su compostura, le dice que ciertamente, que todo depende de la logística de los campos, la cantidad de hornos, la rapidez y eficacia de su funcionamiento. Burócratas, desde luego. Obediencia debida, desde luego. Pero cegarnos al extremo de no ver que no todos eran iguales no nos lleva muy lejos: el cerebro que concibió aquella monstruosidad tiene una responsabilidad; quienes desde los puestos de mando de la sociedad, los jueces, los filósofos, los juristas, los profesores de Universidad, la explicaron, justificaron y aplicaron tienen otra (aunque no sea más que por el hecho, también señalado en la peli de Kramer, de que una negativa suya hubiera tenido un valor testimonial y moral que no hubieran tenido otras) y quienes llevaban a cabo las tareas rutinarias tenían otra. Señala Pablo muy bien lo tremendo de la pregunta de Hanna al juez: ¿qué hubiera hecho Vd. en mi lugar? Pero no sé si por modestia o reparos, no la lleva a sus últimas consecuencias que son que esa pregunta se nos hace a nosotros. ¿Qué hubiera hecho yo? Repito, al final somos los individuos los que tenemos que actuar solos y bajo nuestra responsabilidad.

Por último, lo de que la justicia es la justicia del vencedor siempre (a lo que hacia referencia la torticera traducción del título de la peli de Kramer al español durante la dictadura de Franco) es tan obvio que siente uno un poco de incomodidad al hablar de ello. ¿Acaso no es la justicia la aplicación de la moral del momento respaldada por la coacción, por la fuerza? ¿Y no es obvio que sólo puede haber fuerza allí donde no hay otra que la supere pues en tal caso es ella la fuerza? La justicia sólo es posible si está respaldada por la violencia que sólo es tal si no hay otra mayor que ella. Tal es la razón por la que, si no recuerdo mal, Anatole France encontraba absurdo que en el mundo hubiera más de un ejército ya que, al haber dos, uno tendría que ser inferior al otro y quedar eo ipso vencido. La justicia del vencedor es, en realidad, un pleonasmo. Sólo hay un modo de concebir una justicia que no esté respaldada por la fuerza, que no sea del vencedor: la de una sociedad anarquista.

dijous, 5 de febrer del 2009

Doble fracaso.

En Valkiria, Bryan Singer cuenta una historia real, la del fracasado complot de militares y civiles en 1944, el décimoquinto de la serie, para asesinar a Hitler e instaurar en Alemania un gobierno que negociara una tregua con los aliados. Y la cuenta con un estilo como si fuera un thriller, lo que constituye un segundo fracaso por cuanto, como el final es sabido, la historia carece de intriga e interés.

Ese carácter de thriller obliga a una gran economía narrativa que hace prescindir de todo lo que no sea estrictamente elementos de la conspiración con lo cual nos pasamos toda la peli entre botas, gorras de plato, uniformes, abrigazos nazis, correajes, motos con sidecar, coches mercedes, bunkers, oficiales del ejército y armas. Sin embargo, en Alemania había entonces, y hoy, muchísimas más cosas, además del nacionalsocialismo. Pero sólo en un par de ocasiones consigue Claus von Stauffenberg, el coronel que encabeza el atentado, ver a sus mujer y sus hijos y nosotros a alguien que no sea militar. Al prescindir deliberadamente de cualquier contexto, individual o colectivo, de toda referencia a las condiciones sociales de la época, el relato se hace plúmbeo. Al fin y al cabo, Claus von Stauffenberg, vástago de una antiquísima familia de nobles, era un hombre culto y su decisión de asesinar a Hitler debe verse como un deber autoimpuesto en beneficio de Alemania. Hubiera sido interesante profundizar en la psicología de este hombre que regresa del frente mutilado a casa y comprende que su deber es asesinar a Hitler, mostrar algo de lo que le hizo cambiar de opinión, la brutalidad y los crímenes de los nazis, los asesinatos de judíos, algo de lo que vio y que nos haría verosímil su comportamiento en lugar de presentarlo como un hombre que sabe lo que quiere y cómo lo quiere desde el principio.

Esta carencia de contexto de todo tipo, cultural, sociológico, paisajístico, urbano, personal, etc y la correspondiente concentración en los hilos del thriller no son garantía suficiente para que el relato sea claro. Antes al contrario, la cantidad de gente implicada en el complot (entre 200 y 500) y que a su vez están en muy distintas relaciones entre sí hace que a veces sea difícil entender lo que está pasando y que, por momentos, el relato resulte confuso y hasta inexplicable. ¿De dónde salen los conspiradores civiles? ¿Cómo se relacionan con los militares? ¿Cómo se organizan todos? ¿En dónde tienen esas reuniones casi multitudinarias sin que la omnipresente policía se entere? Concentrado hasta extremos solipsistas en la persona de Von Stauffenberg el film avanza penosamente con una acción sin interés pues está en función de un final sabido y con una banda sonora más propia del robo del siglo.

dimarts, 14 d’octubre del 2008

El niño con el pijama a rayas.

¡Qué gran película la de Mark Herman que acaba de estrenarse! Está basada en una novela del mismo título del irlandés John Boyne que no he leído pero pienso leer. Y no porque crea que sea necesario para el mejor entendimiento del film. En absoluto. El film está muy bien como está y no le falta nada. La leeré solamente para revivir una historia tan sorprendente, tan original, tan bella, tan terrible y tan triste. Porque eso es lo esencial de la peli, la historia que cuenta cuya fuerza es tan arrolladora que puede con todo, con la ambientación, la dirección, la interpretación, la banda sonora, el guión y todo. Y conste que la película es muy buena como película; pero es porque la historia que cuenta es extraordinaria. Y ha salido directamente de la cabeza del novelista John Boyne al que han visitado felizmente las musas y le han inspirado eso, una historia magnífica que él ha sabido contar de modo sobrio y sin concesiones, como de modo sobrio y sin concesiones, sin cursilerías, con toda la sencillez, la belleza y la brutalidad de la vida la ha contado el director Herman.

Un alto oficial del ejército alemán, casado con dos hijos (un niño de ocho años, Bruno, el protagonista de la historia y una niña de doce, Gretel) es nombrado comandante del campo de exterminio de Auschwitz en los últimos tiempos de la guerra y tiene que trasladarse allí con su familia. Alemanes, nazis, Berlín, militares, guerra, vida de familia, campo de exterminio, judíos, brutalidades, crímenes, canalladas, etc. No falta nada. Parece mentira que en una historia en la que ya nos conocemos tan de memoria los ingredientes que basta con insinuarlos para que el público nos hagamos perfectamente cargo de lo que se trata, se pueda introducir todavía un punto de vista, una perspectiva tan nuevos y originales que tiñan con otro tinte moral nuestra experiencia de lo que fue la "solución final", la Shoah.

Ese es el ingenio del novelista, el logro magnífico del arte, que nos abruma con un cúmulo de sensaciones nuevas, de experiencias insólitas prácticamente sin decir nada. ¿Creíamos saber mucho de los campos de exterminio porque hemos visto, leído y oído de todo sobre ellos? ¿Pensábamos habernos situado en todas las perspectivas, la de las víctimas, los victimarios, los liberadores, los enemigos, los combatientes...? Siempre hay alguna novedosa, alguna que se despliega antes nuestros ojos atónitos en un paisaje que podríamos dibujar con los ojos cerrados y nos obliga a verlo como si fuera la primera vez que lo hiciéramos, donde todo adquiere dimensiones insospechadas. El punto de vista de un niño. Pero no de una víctima, sino de un niño hijo de victimario en una situación sorprendente y terrible.

Ese golpe de ingenio del novelista nos obliga a rebobinar nuestro discurso más o menos asentado sobre este siniestro periodo de la historia de Europa y a replantearnos muchas cosas: cómo veían el mundo que los rodeaba los niños de ocho años, qué les enseñaban, qué les decían, cómo reaccionaban ellos, como se hacía para vivir una vida de engaños y mentiras con niños que no entienden de los unos ni de las otras. Pero, sobre todo, lo que nos anonada con la fuerza del destino y la fatalidad es el terrible efecto que tiene la fantasía del autor que al final ha jugado con la idea de qué pueda suceder cuando se transgrede la regla de oro de la moral. Y no digo más para no fastidiar a nadie una película tan emocionante.

(La imagen, la cubierta de un DVD, procede de Wikipedia, y está acogida a la declaración de Wikipedia: non-free content por no haber ninguna alternativa libre disponible, servir para ilustrar el comentario y tratarse de una imagen de baja resolución).