diumenge, 30 de juny del 2013

De la codicia.


De vez en cuando un cura prominente, un obispo, el mismo Papa, se descuelga atribuyendo la crisis actual al generalizado relativismo moral de una época que ha dado la espalda a Dios. Los medios se hacen eco de la noticia pero esta no suscita muchos comentarios de plumillas o solemnes tribunos por considerarse que, aunque el clero ejerza su cometido, lo hace con unos argumentos peculiares y muy alejados del normal raciocinio de las cosas. 

Todo el mundo achaca la crisis a factores estructurales, objetivos, independientes de la voluntad de las personas, tanto más de sus creencias religiosas y morales o de sus sentimientos. La burbuja inmobiliaria, los hedge funds, la falta de controles, las políticas de desregulación neoliberales (si hablan los socialdemócratas), las sistemáticas intervenciones del Estado socialdemócrata en el mercado (si hablan los neoliberales), la especulación financiera, son algunas de las causas invocadas. El olvido de Dios tiene aquí escaso cometido.

Y, sin embargo, los curas no andan esta vez tan descaminados. Ya sea la burbuja, los fondos, la desregulación o cualquier otra razón, en el fondo de la crisis aparece un elemento de motivación humana presente en todas las explicaciones: la codicia, el desmedido afán de riquezas, la acumulación de caudales. Es algo parecido a la explicación eclesiástica del olvido de Dios, pero no es lo mismo. Y no es lo mismo porque los curas son los primeros en sucumbir a esa oscura pasión de la codicia.

Es la codicia la causante de la crisis; el afán de lucro llevado al paroxismo en un terreno falto de normas o despojado de ellas. Los ejemplos los tenemos a diario: fortunas que se calculan en miles de millones de euros. ¿Para qué puede querer alguien miles de millones de euros? Es como esos magnates, gobernantes ladrones o delincuentes de éxito que poseen colecciones de cientos de coches de lujo. Nadie puede conducir de modo placentero cientos de coches en su vida. Esa es la cuestión, el problema de la codicia es su falta de límite. La clase ociosa, según Veblen se consagraba al consumo ostentoso. La acumulación de riquezas tenía una finalidad humana comprensible: hacer rabiar al vecino de envidia viendo cómo entras y sales de tu casa a través del helipuerto de tu terraza. Pero la actual epidemia de codicia ya no es como aquella. Hasta el consumo ostentoso ha desaparecido. De vez en cuando puede salir alguna noticia especialmente llamativa como que tal o cual gobernante tenga una especie de serrallo de menores en una villa del Mediterráneo, por ejemplo. Pero, justamente, cuando se conocen se entienden como delitos, no como ejemplos y los mismos protagonistas ocultan sus actividades en lugar de hacerlas ostentosas.

Hoy es tal la acumulación de riqueza que no hace falta manifestarla con verbenas. Al codicioso le basta con que se sepa. Tantos millones en cuentas en Suiza, tantos en paraísos fiscales. La lista de la codicia internacional la da todos los años el Forbes, los periódicos la reproducen y la gente se entretiene averiguando quién sea más rico, si Gates, Slim o Buffett. Para qué quieran estas gentes esas inmensas fortunas si ni siquiera pueden invertirlas, es un misterio. El misterio de la codicia.Vivir es acumular sin tasa y siempre quedará el consuelo de ser el muerto más rico del cementerio.

En un segundo escalón, los ejecutivos, aquellos famosos protagonistas de la revolución de los managers, de James Burnham, el antiguo trostkista, aparecen invadidos por el mismo virus de la codicia. Los gestores se ponen sueldos millonarios, se blindan frente al despido con cláusulas multimillonarias y se garantizan pluses y pensiones escandalosos. Seguramente hicieron la revolución, porque están quedándose con todo. Quieren escalar cuanto antes el paraíso de los ricos, subirse al carro. Los ejemplos de estos cuadros dirigentes en depredación directa de las entidades que gestionan los dan las cajas de ahorros. Un caso específico y pintoresco es el de Cebrián quien, al parecer, se autoasignó un sueldo de un millón de euros al mes en los años pasados, a cuenta de la menesterosa PRISA. Vuelve la pregunta ¿para qué quiere un mortal un millón de euros al mes? ¿Para sentirse Dios? Y ¿en qué cambia esta ingente acumulación el carácter y la imagen del personaje, cuyo valor tampoco coincide con su precio?

Los managers han probado asimismo que, además de las retribuciones estratosféricas que se autoasignan, pueden recurrir sin grandes miramientos a las vías ilegales para incrementar su peculio. A sus suculentas pagas como senador y tesorero, al parecer Bárcenas decidió añadir un buen bocado de comisiones ilegales y ahora se encuentra contando sus cuartos en una celda de Soto del Real. Hasta tres golosos sueldos llegó a acumular Cospedal y unos presuntos sobresueldos nada desdeñables. 1.500.000 euros puede haber recibido en sobres barcénigos el hoy presidente del gobierno. Hasta 700.000 el anterior presidente del PP, Aznar. Hasta 800.000 la ministra Mato y suma y sigue con lo más granado del PP que más parece la Cofradía del Santo Sobre.

La crisis ha ahondado la gran divisoria social, polarizando la sociedad en una ínfima minoría de acaudalados y una inmensa mayoría de desposeídos. Se esta esfumando el espejismo de las "clases medias", cuya misión era apaciguar los ánimos, moderar los gestos y buscar soluciones de compromiso. Los ricos son cada vez menos y cada vez más ricos y los pobres cada vez más y más pobres. O, lo que es lo mismo, una minoría detenta el capital y, con ello, todos los medios de producción y la inmensa mayoría no tiene nada y, ahora, con la riqueza concentrada como nunca lo ha estado, ni siquiera tiene trabajo. Y el futuro dirá porque esas ingentes cantidades de dinero, esas montañas de billetes en unas cuantas manos, producto de la especulación, el delito, la codicia y la explotación de los trabajadores son improductivas, no se invierten en nada últil que genere riqueza y trabajo, sino que solo se mueven en circuitos ficticios y solo sirven para generar más dinero, para hacer más ricos a los ricos, nominalmente porque ya no pueden serlo más. Pero siguen acaparando, acumulando, con el Estado a su servicio, dándoles beneficios fiscales, amnistías, facilidades para continuar hundiendo la economía productiva.

Es la codicia de la gente, una pasión irrefrenable e insaciable.

(La imagen es un grabado de Georg Grosz, titulada "La libertad del obrero".