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divendres, 16 de setembre del 2016

Ritajoy

Valencia es un pozo sin fondo de corrupción. El caso de Rita Barberá (inocente, inocentísima, mientras no se demuestre lo contrario) es el penúltimo de una serie de otros poblados de personajes tan pintorescos y ridículos como la exalcaldesa valenciana; gentes como Camps, Fabra, Blasco, Cotino, Rus, Castedo, Grau, Costa, Alperi, Johnson, etc., etc. Todos presuntamente pringados en una multiplicidad de contratas, recalificaciones, basuras, ayuda oficial al desarrollo, mordidas, comisiones, y todo tipo de chanchullos y componendas para enriquecerse personalmente al tiempo que se financiaba ilegalmente el partido y se ganaban elecciones con tongo. Llamar partido político a un manojo de sinvergüenzas y mangantes es una de las ironías de este delirio de corrupción de la derecha española.

Incidentalmente, quizá esté aquí la explicación de aquel hecho que a todos llenaba de pasmo: cuanto más gorrinos eran los gobernantes valencianos de modo público y notorio, más votos obtenían. A saber cuánto habrán gastado estos mendas en sobornar al personal, comprar votos y engañar a los electores. Quizá sea la parte valenciana de una situación que también se da en toda España: parece como si, cuanto más roban los gobernantes, más granujas y embusteros son, más votos consiguen.

El emblema, desde luego, es Barberá que ha pasado de ser la Jefa, la reina indiscutible de Valencia durante veintitantos años a ser una sombra huidiza, escondida, vergonzante, que trata de escapar de la acción de la justicia y no dar cuenta de sus presuntas fechorías a lo largo de los años. El episodio en sí es casi de circo: una hortera, estridente, chabacana, literalmente insoportable, malversaba caudales públicos a mansalva, enchufaba a quien le daba la gana por cantidades astronómicas, se daba un vidorro de vicio a costa -y mucha costa- del contribuyente, blanqueaba dineros, se los quedaba y se enriquecía sin tasa. Todo eso presunto, cómo no. 

Dice esta mujer en un insólito escrito con membrete de su partido en el que anuncia su baja del partido del membrete, que no abandona su escaño porque eso sería admitir su culpabilidad. Pero precisamente lo que indica su culpabilidad es que se parapete en su acta para entorpecer la acción de la justicia. Y para cobrar dos mil y pico de euros más de los contribuyentes. Porque somos los contribuyentes, los saqueados durante años al parecer por esta sanguijuela, quienes ahora costeamos su blindaje.

Blindaje que le proporcionó el PP en su momento, cuando saltó de la alcaldía y del que se preocupó personalmente el de los sobresueldos. Con tanta eficacia como carencia de principios, Rajoy no solo la blindó, sino que la metió en la Diputación Permanente para que siguiera blindada cuando no había Parlamento por estar en periodo electoral. 

Y esto es un elemento decisivo. El editorial de El País de hoy, El silencio de Rajoy, insta al Sobresueldos a no esconderse, como hace siempre, y a dar explicaciones del comportamiento presuntamente facineroso de esa señora a la que él dedicó elogios sin cuento durante años mientras ella se lo llevaba presuntamente crudo durante esos mismos años. Que Rajoy hable de este asunto es practicamente imposible y que lo haga sin mentir, una quimera. Rajoy no puede exonerar a Rita porque él mismo es Rita, como es Bárcenas, Fabra, Camps, Matas, Baltar, y el conjunto de sinvergüenzas y presuntos ladrones a los que ha prestado su apoyo y llenado de ditirambos en años pasados.

Dice un periodista de talante reaccionario que a Rajoy no ha podido probársele personalmente delito alguno. Una falacia. Rajoy es políticamente (y ya se verá i penalmente) responsable de una multiplicidad de delitos, una culpabilidad por incumplimiento de su deber de vigilar que esas descaradas estafas, robos y expolios, no se produjeran. Rajoy es el principal responsable político de este lodazal de corrupción en que se ha convertido la política española. Es también el único responsable del bloqueo político en España.

Tendría que haber dimitido apenas comenzado ese mandato que ha sido un  desastre y un atentado contra la dignidad de los españoles. Y su marcha y desaparición de la escena pública, requisito indispensable para que pueda haber una regeneración democrática creíble.