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dilluns, 20 de juny del 2016

Wyeth, padre e hijo

La pintura es un arte difícil. Es raro que se consiga dominar de forma autodidacta. Normalmente requiere mucho aprendizaje y tesón, aunque a veces se den casos de pintores que han dominado el oficio sin aprendizaje formal. Es en gran medida el de los Wyeth, abuelo, padre e hijo, todos ellos autodidactas, con la peculiaridad añadida de ser una saga en la que los padres enseñaron a los hijos los secretos del oficio. Cosa tampoco frecuente en la pintura, aunque también se haya dado, como se ve en el caso de los Holbein, los Breughel, los Madrazo, etc. En el de los Wyeth, la saga abarca tres generaciones: el abuelo N. C. Wyeth, pintor y, sobre todo, ilustrador de publicaciones, Andrew y Jamie Wyeth, que son el objeto de la actual exposición del Thyssen-Bornemisza. No conozco caso igual en la pintura norteamericana salvo el del pintor Charles Willson Peale, que bautizó a sus hijos con los nombres de los más famosos artistas de su oficio y, como tuvo muchos y de los dos sexos, hubo Rembrandt y Tiziano Peale (que siguieron los pasos del padre)  y también Sofonisba o Angelica Kauffmann Peale, que no los siguieron.

La exposición del Thyssen, sin embargo, es de poca monta para el precio de la entrada. Cada vez es más evidente que este museo está concebido más como un negocio que como un verdadero museo. No es un abuso pedirle que, cuando las exposiciones exhiban tan escaso material, pongan precios más bajos. En este caso, de ambos pintores no solamente faltan algunas de las obras más representativas (como el mundo de Cristina), de Andre Wyeth o el retrato de Kennedy, de Jamie Wyeth, sino también otros muestras de su producción, muy representativas, como las pinturas de Helga, de Wyeth padre.

Fuertemente influido por Winslow Homer y Edward Hopper, Wyeth, alcanzó gran reconocimiento en vida, si bien no exento de crítica. En realidad, el conjunto de su obra es campo de controversia precisamente por su fuerte carácter realista y naturalista. En verdad, es mucho más que eso, pero es difícil que la crítica, lastrada por su escaso aprecio por los materiales de Wyeth, básicamente acuarelas y temple, llegue más al fondo de la cuestión. A primera vista, Wyeth es un pintor de colorido local: tipos familiares, paisajes no menos familiares, animales domésticos y peripecias de la vida cotidiana. Pero todos esos temas están engarzados en una filosofía de la existencia casi oriental, una integración de la vida humana en los ritmos de la naturaleza y un sentido de esta que lo impregna todo de armonia. En casa de los Wyeth se veneraba la memoria de Henry David Thoreau y no solo por la desobediencia civil sino, sobre todo, por Walden Two. El propio Andrew se lo repetía a su hijo al enseñarle: hay que pintar aquello que uno ve, lo que rodea a uno y uno ama. También decía que, en el fondo, él era un pintor abstracto y no le falta cierta razón, bastante de su obra (y hay algunos ejemplos ene la exposición) se acercan al expresionismo abstracto.

La gama de temas de Wyeth senior fue la misma a lo largo de su vida pero, en algún momento, ya avanzada esta, amplió el abanico para acoger otros asuntos, singularmente desnudos. No obstante, por apartada que fuera está temática de su obra de siempre, también está impregnada de esa visión de equilibrio natural quizá a punto de romperse, pero captado antes de hacerlo.

La otra parte de la exposición, la dedicada al hijo, Jamie Wyeth, tan autodidacta como el padre presenta un especial interés porque permite detectar los elementos de continuidad y los de ruptura, la tradición y la innovación. El punto central de este juicio se concentra en el famoso retrato de su padre, una obra sorprendente en la que se reflejan dos mundos: el que mira al hijo que pinta y el que mira al padre modelo. Jamie Wyeth no solamente amplía la gama temática sino también los recursos. Hay en él una predilección por el óleo combinado con otros materiales. 

En cuanto a la temática, parece como si Jamie Wyeth tratara de ahogar las fuertes raíces regionales, en el fondo campesinas, que lo unen a su pasado, con una apropiación de todos los demás estilos a mano, singularmente cosmopolitas. El resultado es una gran variedad temática, con importancia grande del dibujo y una relativa heterogeneidad. Jamie tiene igualmente una vena política. Fue el encargado de pintar un retrato de John F. Kennedy  post-mortem que la familia no aceptó al final y ha sido el retratista de Jimmy Carter. 

La tradición de la América profunda parece diluirse en el último eslabón de esta saga de artistas.


dilluns, 13 de juny del 2016

Campo sepultado

En el museo Reina Sofía, una magnífica exposición sobre el contenido del título: Arte y poder en la posguerra española, 1939-1953. Nada menos. Todo el arte, todas las artes en aquellos años aciagos que nos parecen hoy tan lejanos como la época de la peste negra y, sin embargo, sigue siendo muy cercana, incluso actual. No exagero: todos sus artefactos están presentes: cientos de ellos en esta muestra ejemplarmente comisariada por Mª Dolores Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz. Y, sí, cientos de artefactos: cuadros, tallas, documentos de todo tipo, maquetas, fotos, películas, grabados, indumentaria, objetos, decoraciones, proyectos, guines, ediciones. Un trabajo ímprobo para hacernos vivir la atmósfera de una época sórdida, salido el país de la guerra civil y sumergido en una docena de años de cruel y arbitraria represión, de miseria, hambre, aislamiento internacional corrupción, intentos de reconstrucción, mediados por la formidable corrupción que caracterizaba al régimen. Casi como por casualidad, pero muy significativa, la exposición abarca desde 1939 hasta 1953, prácticamente los que estuvieron vigentes las cartillas de racionamiento, que se abolieron en 1952. Una exposición que trata de transmitirnos un país entero, con todas las complejidades y matices de las relaciones entre la realidad y su transfiguración artística, literaria, pictórica, musical, escultórica, etc.

Los artefactos están presentes, hasta el punto de que ha sido necesario promulgar una ley de la memoria histórica para deshacernos de muchos de ellos y resulta que no es tan facil. Parecen estar incrustados en la rugosa piel de este país. A ver qué hacemos con el Arco de la Victoria de la La Moncloa; qué con Cuelgamuros, el Valle de los Caídos. Hace días, Tortosa, una villa catalana ha votado en referéndum mantener un monumento que los franquistas mandaron erigir en mitad del Ebro para conmemorar su victoria. Suma y sigue.

Los artefactos están presentes. Y muchos de sus autores, pintores, escultures, escritores, músicos. Algunos representan o han representado hasta hace poco tendencias artísticas de primera, pero ya producían entonces, Dalí, Tàpies, Saura, la gente del Dau al Set, Sánchez Mazas, Ridruejo, Laforet, Chillida, etc. Presentes, por tanto, están jirones de estilos, visiones, ideas y también, cómo no, memoria. Esa memoria sumergida, reprimida, refoulée, que acompaña al franquismo en general y sus comienzos en particular. Memoria secuestrada, negada, renunciada y fuente de la actual neurosis colectiva de los españoles que los lleva a auténticas aberraciones. Que haya historiadores que recomienden olvidarse del pasado a la vista de la dificultad de encararlo con ecuanimidad, sin revivir conflictos, es una pista de la peculiaridad de este fenómeno. Que los historiadores nos recomienden olvidarnos del pasado aproxima la situación a un grado de absurdo cercano a la fiesta del no-cumpleaños en Alicia en país de las maravillas.

El arte tiene voluntad de permanencia y por eso, esta exhibición es sobre el pasado pero también sobre el presente. Y se le añade otro factor en el título: el poder. Se delimita así la producción a aquello que se hizo en relación directa con el poder político franquista. El régimen traía una gestión de la cultura encargada al ejército durante la guerra civil pero, al concluir esta, confió la tarea a unos órganos de propaganda dependientes de la Falange. El franquismo había aprendido de sus primos hermanos, el nazismo y el fascismo que el Estado debe cuidar el frente ideológico y artístico por su poderosa fuerza legitimatoria. Pero, por las peculiaridades de la dictadura de Franco, parcialmente militar, parcialmente falangista y parcialmente clerical, los centros de producción ideológica y legitimatoria eran diversos. En manos de la Falange y de los intelectuales falangistas de la primera época, Ridruejo, Tovar, Laín Entralgo, etc, estaba la revista Escorial, como centro no solo de recuperación retórica de las letras imperiales, sino también de control de las manifestaciones artísticas externas. Otro hombre adicto al régimen, Eugenio D'Ors, con su "Academia breve de crítica de arte", en funcionamiento desde 1942 a 1954 amparó todo tipo de manifestaciones artísticas, estilos y trayectorias. En los salones de la Academia breve expusieron Maria Blanchard, Eduardo Vicente, Pere Pruna, Modesto Cuixart, Antoni Tàpies, Benjamín Palencia, Ignacio Zuloaga, Rafael Zabaleta, Álvaro Delgado, Salvador Dalí, Joan Miró, Guinovart, Caballero, etc, etc. 

Junto a estos centros de imputación de la creatividad del primer franquismo (falangistas y Eugenio D'Ors) hay que situar los eclesiásticos y religiosos en general. La dictadura confiaba la "formación del espíritu nacional" a la Falange (canalizada a través de las pinturas de valerosos camaradas de Sáenz de Tejada), a la que el general, en realidad, despreciaba. La formación del espíritu religioso, sin embargo, a la que dan máxima importancia los fascistas, se encomendó a la Iglesia. Esta fue la rasponsable de la censura en todos los ámbitos de la existencia, no solo los espectáculos y ejerció igualmente funciones de propaganda, si bien con mayor sentido académico, a través, por ejemplo, de la revista Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, todo ello territorio del Opus Dei, siempre muy enfrentado a la Falange. El régimen franquista se cuidó mucho de garantizarse su legitimación y justificación, pero lo hizo de una forma menos sistemática que los nazis, por ejemplo, que enseguida concentraron tan nobles funciones en un Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración Popular y la Propaganda). De hecho el correspondiente departamento español, Ministerio de Información y Turismo, se creó en 1951 y sus dos primeros titulares fueron Gabriel Arias-Salgado (un cristiano de tenebroso porte y auténtico fanatismo censor) y Manuel Fraga Iribarne, por entonces, en realidad un falangista.

El aparato de propaganda se hacía presente en la producción arquitectónica del periodo de la reconstrucción. La Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones y el Instituto Nacional de Colonización se encargaron en aquellos años y posteriores de llenar España de construcciones útiles, de pueblos modelos enteros o barrios completos de viviendas protgidas que mostraban al mundo la imagen edulcorada que la dictadura quería transmitir. Algunos de estos pueblos de colonización también ha conseguido pasar a la historia al haber rechazado hace poco los vecinos en referéndum cambiar el nombre del poblado: Llanos del Caudillo

Por supuesto, en muchas de estas obras públicas (pantanos, industrias, puertos) intervinieron prisioneros republicanos en condiciones sumamente penosas o de franca esclavitud. De esa circunstancia y el arte producido en las atestadas prisiones de la época apenas hay testimonio. Salvo el curioso folleto en inglés y castellano con una docena de dibujos e ilustraciones de diversos autores y el poema de Stephen Spender sobre la caída de Madrid, el fin de la guerra. Spender, el poeta que combatió en las brigadas internacionales. Más relieve tiene los Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso (Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Hay algunos dibujos de presos políticos. Poca cosa. Lo cual es lógico porque la exposición es del arte oficial o, cuando menos, tolerado del franquismo. 

Para prestar atención a otras manifestaciones, hay que ir a mirar el arte del exilio, el de los españoles del éxodo y el llanto, de León Felipe. Y, además, hay que viajar, sobre todo a México, para ver obra de Buñuel en cine; de pintura con dos extraordinarias pintoras españolas, Maruja Mallo y Remedios Varo, poco conocidas en su propio país; o de literatura, Max Aub, por ejemplo, una de cuyas novelas, por cierto, proporciona el título  a la exposición, Campo cerrado, la primera de la saga del Laberinto Mágico, cuya ambición era explicarse a sí mismo y explicarnos la guerra civil y sus consecuencias. O bien diversificar los destinos, ir a Inglaterra, a Puerto Rico, a Roma, a Ginebra, a saber de Luis Cernuda, de Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Mercè Rodoreda, Rivas Cheriff. La exposición dedica una sección a este presencia. Mínimo, pero suficiente, testimonio de una escisión de la que la cultura española no se ha recuperado: los intelectuales, artistas y escritores exiliados, del exterior y los del interior (tanto los que señoreaban con gajes y privilegios el régimen como quienes lo vivieron en el llamado "exilio interior). Un drama, un diálogo o conflicto muy difícil de entender y explicar, una situación que empieza con la decisión de Ridruejo de publicar a Antonio Machado en Escorial a comienzos de los cuarente y se cierra en los setenta, cuando Javier Marías, hijo de Julián Marías, ejemplo de "exilio interior", arremetió contra los intelectuales del régimen que supieron reinventarse después como "arrepentidos", al estilo de Tovar y Laín o como "gurús" de la nueva izquierda, al estilo de López Aranguren.

En términos más concretos, la exposición está repleta de noticias y muestras de sumo interés. Ya aviso de que no es posible visitarla en un solo día porque verla entera es agotador. La sección dedicada a la influencia del arte italiano en la España de la posguerra está muy conseguida. Por razones obvias, había continuidad con el arte italiano de la anteguerra, que ahora se evidencia en manifestaciones surrealistas, entre las que destaca un insólito Parafraragamus de Tàpies (1949) y obras de José Caballero y Luis Castellanos que revelan la influencia directa de la pintura metafísica de Chirico. Precisamente algo tiene que ver con ello una exposición de arte italiano de 1948 de la que hay una reseña de José Camón Aznar. Lo más característico de esta influencia quizá sean los muestras del postismo que se exhiben, poemas de Carlos Edmundo de Ory, una carta de Eduardo Cirlot, cuadros de Francisco Nieva, Aurelio Suárez o Benjamín Palencia, una reproducción del primer (y único) número de la revista teórica del movimiento, La cerbatana y, por supuesto , el famoso manifiesto de 1945, Marinetti ha muerto. Viva el postismo. Queda claro, entra por los ojos, el hecho de que, aun habiendo sido un movimiento tan efímero, haya tenido una influencia tan extraordinaria en la estética posterior de las años 50 y 60, a través de publicaciones como La codorniz, o el teatro de Miguel Mihura o Jardiel Poncela. En realidad, el postismo, como negación de todas las vanguardias, venía a ser la traducción a la creación artística de la recomendación franquista de que la gente no se metiera en política.

Por supuesto, paso obligado, lo que la exposición misma llama "españolada, folklore y flamenco". Así dicho, suena liviano. Vivido es atroz, atosigante, asfixiante. Falta además el elemento religioso por la sempiterna razón de que los españoles se niegan a reconocer esa omnipresencia clerical en todas sus obras espirituales. ¿Cabe concebir una "españolada" sin curas? Y la realidad de la vida cotidiana, por cierto, en esta sección como en todas las demás, magníficamente retratada en las fotos de Martín Santos Yubero. Solo por esa de unas jóvenes veinteañeras españolas ataviadas de negro riguroso, con peineta alta y mantilla pero sonrientes de catorce en fondo en 1940 debiera colgarse en ese museo de la memoria que algún día habrá que edificar. Encapuchados, nazarenos, Cristos, custodias, campesinos arrugados y curtidos portando crucifijos: la España real que rodea el mundo ilusorio, de fábula ridícula e imperial en que la Sección Femenina de la Falage, al mando de Pilar Primo de Rivera, hermana del ausente, tenía a las jóvenes en unos cursos de adoctrinamiento en el histórico castillo de la Mota, oficios de mujer cristiana y futuras madres por las sendas imperiales en unos reportajes de la revista del Sindicato (obligatorio) de Estudiantes Universitarios (SEU), llamada Haz, no el imperativo del verbo hacer, sino el haz de flechas. Jóvenes educadas en los panfletos del psiquiatra del régimen Dr. Antonio Vallejo-Nágera que, en realidad, era una especie de psicópata de proclividades nazis.

El capítulo del cine franquista ofrece normalmente los pasajes más hilarantes de estos repasos históricos. La exposición hace hincapié en La aldea maldita, una peli de Florián Rey, que había sido director durante la República y siguió siéndolo con el franquismo porque sus productos se adaptaban perfectamente al modelo patriótico español, cuya versión más sublimada había producido el propio Franco al guionizar para cine su inenarrable novela Raza. Junto a estas cuestiones cinematográficas, no está de más que el visitante pueda echar una ojeada a las "Instrucciones y normas para la censura moral  de espectáculos", aprobadas por la Comisión Episcopal de ortodoxia y moralidad en 1950, solo para ver lo que los curas permitían que se viera y lo que no. Algo así deja huella para siempre.

Llega un momento en que, tras años y años de adocenamiento, mediocridad, censura, estupidez parece que se ha instalado la resignación. Es lo que la exposición llama "Años de penitencia", con el título del primer tomo de las memorias de Carlos Barral, que trata de ellos, estremecedoramente retratados por Santos Yubero y, en literatura, ya se sabe, son los años de celebrar (y lamentar al tiempo) La familia de Pacual Duarte, Nada, Las industrias y aventuras de Alfanhui, La colmena. 


Apunta, sin embargo, una recuperación, con la que se acaba este ciclo, esta visión del arte en la época oscura. Comienza con una especie de paso atrás, como para coger impulso y se afirma la radicalidad de las corrientes primitivistas. Los juicios estéticos y reflexiones de Juan Eduardo Cirlot, Sebastià Gasch, Carlos Edmundo de Ory, llevan sin más la conferencia de Ricardo Gullón, Algunas ideas sobre Altamira y el arte moderno, dictada en la propia  cueva de Altamira en un congreso en 1950. Lo podía haber redactado Picasso: ¿querían ustedes purificarse en un primitivismo original? Ahí lo tienen, en el paleolítico de Altamira. Y de aquí arranca la recuperación de la libre creación artística por el ardid de excluir de su comprensión al espectador malintencionado, esto es, la irrupción del arte abstracto, en el fondo, la primera oposición artística a la dictadura. Obra de Miró, Eusebio Sempere, Antonio Saura, Chillida, Millares. Esto ya no hay quien lo pare y solo ocho o diez años después de los espantosos retratos hagiográficos del falangista Pancho Cossío.  

Merece la pena echar unas horas contemplando cómo lucha el espíritu creador contra la opresión del oscurantismo y la estulticia.

dilluns, 6 de juny del 2016

Carmen, mito de España

En el Matadero de Madrid hay una fabulosa exposición sobre Carmen, la heroína de la novela de Mérimée y la ópera de Bizet; la Carmen de España, el genio de la raza: gitanos, toreros, bandoleros, contrabandistas, flamenco, amor loco, celos, navajas, crimen pasional: todos los rasgos (o sea, los topicazos) de la imagen de España desde el siglo XIX. Y la famosa habanera que Bizet le medio robó a Sebastián Iradier, El amor es un pájaro rebelde...

La expo está comisariada por Luis F. Martínez Montiel y José Luis Rodríguez Gordillo y tiene un contenido amplísimo. Hay objetos: facas, abanicos, capotes, cigarros, máquinas de liarlos (no se olvide que Carmen es una trabajadora de la fábrica de tabaco de Sevilla). vestidos de faralaes, peinetas, crucifijos, etc. Hay abundancia de obra gráfica: muchísimas fotos, fotogramas de infinidad de películas, figurines para las representaciones operísticas, dibujos, bocetos, acuarelas, grabados, pinturas. Hay cuadros de Lucas Velázquez, Jenaro Villaamil, Raimundo de Madrazo, por supuesto, Julio Romero de Torres, etc y contemporáneos como Juan Gris, Francis Picabia, Eduardo Arroyo, dibujos de Antonio Saura, ilustraciones dee Picasso (y otras del propio Mérimée y de Sáez de Tejada) y obra exprofesso para la exposición de Luis Gordillo.

El impacto de la historia en el cine es enorme. ¿Quién no ha visto alguna versión cinematográfica de Carmen? Las actrices más famosas probaron su mano: las "fatales" Theda Bara y Pola Negri, Dolores del Río, Rita Hayworth (con Glenn Ford de don José), Imperio Argentina, Carmen Amaya, Sara Montiel y hasta una Carmen negra en la versión que hizo Otto Preminger de Carmen Jones (Dorothy Dandrige) con el relamido Harry Belafonte de don José y hasta una burla de Charles Chaplin. Por supuesto, en ópera y artes escénicas en general, aluvión de versiones de Carlos Saura, Martín Patino, Vicente Aranda, Antonio Gades, por no hablar de los históricos Florián Rey, Quintero-León y Quiroga y Federico García Lorca.

Todo en loor de Carmen, mito de España. Mujer bravía, amor desgarrado, pasión y muerte.

Vale. Pero obsérvese un hecho curioso: es un mito español fabricado por dos extranjeros, dos franceses; de un lado Prosper Mérimée, publicó la novela corta Carmen en 1845, que no encontró buena acogida hasta que Georges Bizet compuso la ópera de igual nombre en 1875 con libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac sobre la novelita de Mérimée. Tampoco aquí sonrió la fortuna; Carmen aguantó poco en el escenario y Bizet murió ese año a los 30 de edad. Fue el posterior estreno en Viena el que marcó el comienzo de la fama mundial: Carmen, revolucionaba el género operístico, abría paso a la ópera italiana, recordaba al mundo que al sur de Europa había un exótico y fascinante país que tiempo ha había sido un imperio y ahora era un lugar de aventura y misterio y su símbolo era ese, Carmen.

El mito de España se forjaba fuera de ella y como uno de los primeros ejemplos de lo que Edward Saïd ha calificado después como Orientalismo. España era en sí misma un poco oriental, tierra extraña y atormentada de gente pasional, fanática, clima extremo y costumbres semi bárbaras. Victor Hugo, Borrow, Manet, Washington Irving y otros viajeros por estas agrestes latitudes, puerta al aun más misterioso Oriente a través del África, dejaban este testimonio que aparecía condensado en la obra de Mérimée y se convertía en tema mundial, con la ópera de Bizet. Esta sigue el relato del novelista, pero introduce cambios substanciales que han facilitado el simbolismo de Carmen-amor-toreros-pasión como genuinamente español en detrimento de otro que está en la novela de Mérimée pero en la ópera se esfuma. Un tema interesantísimo sobre el que volveré al final del post. Paciencia.

Dícese que Mérimée se inspiró para tan rotundo tema en un poema de Puchkin, Los gitanos que él mismo tradujo del ruso. Cierto, algo ayudaría: Carmen de Triana es gitana, rumí, bohemia. Pero el antecedente real del personaje está en otra novela anterior de Mérimée, publicada en 1840, Colomba, una historia de pasión, venganza y muerte situada en Córcega con una protagonista, Colomba della Robbia, mujer temperamental que busca a toda costa vengar el asesinato de su padre. Carmen tiene mucho de Colomba.

Reiteremos: el mito de España no es autóctono. Autóctono sería, y es, el Cid Campeador, el Gran Capitán, Roger de Llúria o, si de mujeres vamos, Agustina de Aragón. Carmen refleja una mirada extranjera: la del civilizado europeo que viaja por la Andalucia de los bandoleros y queda prendado del exotismo y, claro, primitivismo, de este pueblo noble, feroz, sanguinario. Es un mito foráneo impuesto a una sociedad como la española del XIX desestructurada, acosada por guerras civiles, incapaz entonces (y ahora) de elaborar un relato propio de su "ser" colectivo, si tal cosa existe. Es decir, en el siglo XIX, cuando las naciones europeas se vuelven sobre sí mismas y buscan en ellas su esencias, su Volksgeist y ensalzan sus héroes/heroínas patrios en muchos y muy diversos órdenes (Nelson, Wellington, Wellesley, Napoleón, Garibaldi), en España nos fabrican una heroína de folklore que no solo no es símbolo de nación alguna sino que, por ser gitana, carece de ella, es, en realidad, apátrida.

Aquí quedaría mi interpretación de Carmen, mito de de España, pero no nacional, si acaso reiterando las variantes entre el libreto de la ópera y la novela de Mérimée. En aquella, la protagonista absoluta es, desde luego, Carmen, pero su contraparte es el torero Escamillo, mucho más importante que don José. En la novela, sin embargo, es al revés: la heroína es, sí, Carmen (aunque a veces entren dudas porque la narración es un relato en primera persona que hace don José antes de que lo ejecuten, al viajero/arqueólogo, francés que ha venido buscando unas excavaciones de Munda, de las que nadie parece saber nada), pero su antagonista es, definitivamente, don José y el drama es pasión, celos, muerte. O sea un caso de violencia de género como los vemos hoy.

Pero hay más. Hay otro elemento decisivo en la novela que apenas se menciona en la ópera y ha desaparecido de la leyenda posterior: Carmen, siendo gitana, no es española... y don José, a pesar de su nombre, tampoco. Es vasco, navarro, de Elizondo, en el valle del Baztán. Y habla euskera. 

Colomba era de ambiente corso y el relato enfrenta la minoría corsa, con brava conciencia nacional, con Francia. Mérimée había encontrado un filón en esos pueblos fieros y orgullosos de su personalidad que se resisten a ser integrados en el mainstream del nacionalismo dominante decimonónico. Y eso es Carmen. Don José lo tiene muy claro: es soldado del ejército español, pero no es español. Es vasco y, precisamente, lo que le hace faltar a su deber y liberar a Carmen a la que lleva prisionera, lo cual desencadena toda la tragedia, es que ella dice ser gitana, pero haber nacido cerca de Elizondo y llamarse Carmen de Etxalar. Sea ello cierto o no pues Carmen no es personaje que pare mientes en verdades o mentiras cuando se trata de asuntos graves, sí lo es que habla algo de euskera y, al hacerlo, acaba de abrir el corazón de don José y el cierre de sus grilletes. Los dos son miembros de minorías que luchan por su existencia.

O sea, Carmen,  es el mito de España, pero no por ser español sino, precisamente, por no serlo.

diumenge, 22 de maig del 2016

El romanticismo en conserva

El otro día llevé a mis hijos al Museo del Romanticismo, en la muy madrileña calle de San Mateo. No lo había visitado desde que lo reabrieron hace algunos años tras tenerlo cerrado durante algunos más para reformas. Vaya por delante que ha quedado estupendo, con su fachada neoclásica reluciente y un muy arreglado jardín interior puesto al gusto romántico y en el que no pudimos sentarnos porque estaba de bote en bote.

No solo ha quedado muy bien por fuera; también por dentro. Este antiguo palacio de Matallana, de mediados del XVIII, tenía experiencia acumulada en cosas de arte, cultura y exposiciones porque fue la primera sede de una Comisaría Regia (o algo así) de Turismo que autorizó Alfonso XIII por empeño del Marqués de la Vega Inclán, que fue su director y principal impulsor del turismo español. Mi desprecio por la aristocracia cortesana no me ciega al extremo de no ver que De la Vega Inclán hizo un gran trabajo en pro del turismo y del patrimonio artístico y cultural. Gracias a él fue posible la casa del Greco en Toledo, arregló la Alhambra y, en 1924 fundó el Museo Romántico (como se llamó entonces y hasta hace poco) en el mismo lugar que ocupa hoy y, además, donó numerosas piezas de su colección. Un buen y competente administrador. Seguramente por eso lo echaron cuando en 1928 se creó el Patronato Nacional de Turismo.

El museo está magníficamente montado con un doble criterio que hace la visita muy grata y llena de sorpresas. De un lado es un palacio de mediados del XIX, conservado como vivienda con todo lujo de detalle y es mucho porque mucho era el lujo en que nadaba la clase alta. Nada que ver con el país del que vivía, en el que casi el 90% de la población era analfabeta, la gente pasaba hambre, las guerras carlistas mantenían viva la llama del odio cainita y lo que quedaba en pie se lo llevaba el bandolerismo. Los salones suceden a los salones, salas, habitaciones de los más diversos usos. A todas puede asomarse el visitante: comedor, despacho, dormitorios, sala de billar, habitación de los niños, etc. Sobre esta organización, la administración ha dividido la infinidad de piezas que se muestran (pintura, grabados, cerámicas, mobiliario, armas, mapas, juguetes, alfombras, tapices, etc) en bloques temáticos: la época, la vida social, el universo masculino, el femenino, la infancia y la familia, el artista y el genio, amor y muerte, constumbrismo, orientalismo y paisaje y la religión. El resultado de la mezcla es felicísimo, convierte la visita en un paseo didáctico sumamente instructivo y muy bien presentado, con criterio científico.

Se agradece ese espíritu, aunque arramble con alguna telaraña del pasado. El día, anterior, hablando de Mariano José de Larra, dije a mis hijos que los llevaría a ver la pistola con que este se suicidó, que estaba en el Museo Romántico. Así desperté su interés. Pero resulta que el nuevo espíritu del Museo ya no admite rumores ni imprecisiones. En una vitrina se muestran, sí, dos pistolas de duelo, pero nada se dice de que una de ellas fuera con la que se suicidara Larra al más puro estilo romántico a causa de su amor por Dolores Armijo. Hechas las correspondientes pesquisas, un funcionario nos informó de que, en efecto, las dos pistolas eran donación de la familia de Larra, pero no hay constancia fechaciente de que con una de ellas pusiera fin a sus día el bueno de Fígaro, de quien, por cierto, era gran admirador mi bisabuelo, Emilio Cotarelo, quien editó unos artículos inéditos de Larra bajo el título de Postfígaro.La ciencia, de la que Palinuro es firme defensor, ilumina el presente, aunque hace polvo las ilusiones en que se refugia el pasado.


Esto de la lucha de la ciencia contra las brumas de la superstición y las cómodas leyendas del pasado, aparece aquí de refilón de nuevo.  En otro lugar del museo se exhiben dos litografías de José Ribelles que representan al gran actor del primeros del XIX, Isidoro Maíquez, sobre quién ese mismo Emilio Cotarelo escribió una excelente biografía que se ha reeditado hace unos años, así como otra de la espléndida y malograda actriz Maria Ladvenant. Una de las litografías muestra a Maíquez en el papel de Otelo y la otra en el de Óscar de la obra de un francés, traducida por Nicasio Gallego, Óscar, hijo de Osián. La manía del "osianismo" había llegado a España. Hoy nadie se acuerda de él y, sin embargo, está en la base de mucha imaginación popular-nacionalista del XIX y, desde luego, impregna buena parte del espíritu romántico. Goethe, que había traducido los poemas de Macpherson, tragándose íntegra la leyenda medio folklore medio impostura, tiene a Werther leyendo todo el rato el Fingal.

La pintura no es gran cosa, pero están representados todos los pintores románticos, Gutiérrez de la Vega, Esquivel, Casado del Alisal, Federico Madrazo y Kuntz y, por supuesto, los "goyescos" Eugenio Lucas Velázquez y Vicente López. Probablemente el 90% de los cuadros sean retratos: de Isabel II varios, uno de Fernando VII y mucha nobleza y clase burguesa. Un retrato de San Gregorio, de Goya y algunos paisajes urbanos de Jenaro Pérez Villaamil que siempre me ha gustado bastante. Varios lienzos y dibujos de un artista muy seguido en la época, Leonardo Alenza, con una veta caricaturesca aguzadísima. Su obra seria apenas se mira, pero su sátiras antirrománticas se reproducen con frecuencia, casi como obra anónima, cuando no lo es. Dos fotografías de mediados de siglo de Isabel II y su marido, Francisco de Asís, obra del fotógrafo de la corte isabelina, el francés Jean Laurent, son muy curiosas de ver.

Lo extranjero pide capítulo aparte. Una proporción altísima del exquisito mobiliario (casi todo él estilo Imperio) es de fabricación catalana o de otros países europeos. Los instrumentos musicales, pianos, arpas, etc, ni que decir tiene, también extranjeros. Este páramo de habilidad y creatividad que es España ya lo era en el XIX. Solo lo más rústico es español. Y lo extranjero compite con lo propio hasta lo más castizo: los abanicos franceses nada tienen que envidiar a los españoles. 

Merece la pena pasar un par de horas en esta casa-museo. Se siente uno de otra época.

dijous, 19 de maig del 2016

Aquel simpático modernismo

El otro día, yendo a unos asuntos en Barcelona, cosa que últimamente nos pasa con frecuencia, pues casi vivimos más allí que en Madrid, topamos con este Museo del modernismo que no conocía. Pasábamos por la calle Balmes, camino de la Rambla de Catalunya y pensé hacer una foto a un edificio modernista que me llamó la atención. Era obra del arquitecto Enric Sagnier y alberga el tal museo. O sea, modernismo por fuera y por dentro. Sacamos tiempo de donde no lo había y lo recorrimos entero. No es muy grande, pero tiene gran abundancia de piezas de diversas artes, pintura, escultura, vitrales y, sobre todo, mobiliario. Además había una exposición temporal dedicada a Ramon Casas, de cuyo nacimiento se celebra el sesquicentenario este año. Ramon Casas, mi tocayo Casas, a quien tengo en altísima estima no solo como pintor, sino también como persona por aquel espíritu inquieto, atrevido y rebosante de curiosidad que lo llevó a interesarse por todas las facetas de la vida en el agitado periodo de la suya, desde los conflictos sociales y las ejecuciones públicas a la intimidad de la familia burguesa, desde el costumbrismo a los retratos de intelectuales, desde la tauromaquia y la gitanería a los desnudos y la agitada vida moderna con sus trepidantes cacharros. Siempre que puedo, me acerco a verlo en Els Quatre Gats montado en su tándem, fumando un habano en una pipa que parece una locomotora..

Más que un museo, este espacio es un templo, producto de la vocación y la tenacidad de una pareja de anticuarios barceloneses.   En el último tercio del siglo pasado, el matrimonio de Fernando Pinós y María Guirao decidió reivindicar esta forma artística y darle el lugar que le correspondía. Es pues, una aventura privada y a fe que consiguieron su objetivo: un lugar de culto del modernismo catalán. El museo abrió sus puertas en 2010 y a mi juicio debiera estar en todas las visitas turísticas de la ciudad. 

La colección permanente se compone de pintura, vitrales, escultura y mobiliario. En la pintura reina  Ramon Casas, con óleos y algunos preciosos dibujos.Pero también alguna pieza de Anglada Camarasa y una muy curiosa de Cusachs i Cusachs, un hombre que llegó a ser muy familiar en la España finisecular porque decoraba las cajas de cerillas casi siempre con motivos militares, como este óleo del museo, que representa un oficial de coraceros. Lo cual nos lleva a recordar que parte importante del modernismo se hizo en la cartelería y en la cartelería comercial. Casas, por ejemplo, pintaba unos curiosos carteles anunciando el anís Del Mono. Un par de obras de Joaquim Mir, un Rusiñol y dos paisajes de Modest Urgell, típicos en su melancolía. 

Los vitrales, un género característico del modernismo que los había llevado de las iglesias y los edificios oficiales a las casas familiares de una próspera burguesía. No son abundantes, apenas media docena, pero son una valiosa representación con motivos sacros y florales, uno de ellos también de Mir.

El peso de la colección recae en los muebles. Una gran cantidad de piezas procedentes de Joan Busquets y de su famoso taller de ebanistería, especializado en modernismo. Muebles elegantes, caprichosos, de maderas nobles, sobre todo caoba, ébano, pero también roble, haya, muchas veces taraceadas, con incrustaciones o tallas de metales preciosos, una gran colección de bargueños, aquí llamados arquetas, espejos con marquetería, mesas, armarios, sofás, biombos, sillas todas ellas con fantasías, muchas veces casi productos de orfebrería. Junto a los trabajos de Busquets, una colección de piezas, sillas, sillones, peanas, etc., de Antoni Gaudí que, además de arquitecto, era maestro en muchas otras artes, ceramista, ebanista, vitralista. Las piezas proceden de dos de sus obras más emblemáticas en Barcelona, las casas Batlló y Calvet, y cada una de ellas muestra el genio de este genio único y sorprende por su audacia e inspiración.

La escultura, siendo muy abundante, muestra menos variedad, aunque es digna de contemplación porque forma parte importante de la decoración de cualquier casa modernista. Abundan sobremanera los bustos de terracota de Lambert Escaler Milà, un par de piezas de Pablo Gargallo y unas figuras muy representativas y muy típicas de las formas y volúmenes modernistas de Josep Llimona en mármol.

El modernismo catalán es un  arte rabiosamente burgués, de interiores, de vida familiar, motivos cotidianos, pero también con proyecciones alegóricas entre el misticismo y lo floral, siempre ponderado, puramente ornamental, nunca sobrecargado y con una armonía y voluptuosidad de líneas, sobre todo en mobiliario que pocos años después serían regimentados por el racionalismo del art déco.

dimarts, 26 d’abril del 2016

El destino del genio

En 1902 en un un remoto lugar de Cuba nació Wifredo Lam, a quien sus padres, un hijo de inmigrantes chinos y una mulata, nieta de unos esclavos, pusieron de nombre Óscar de la Concepción Lam y Castilla. Durante los siguientes ochenta años, Wifredo Lam pasearía su elegante figura de mulato achinado por los dos continentes, europeo y americano, creando un arte en el que fundía todo, estilos, escuelas, técnicas y motivos, especialmente motivos. Alguna vez dijo que su anhelo era representar el melting pot de culturas, civilizaciones, tradiciones, creencias que según él incorporaba el Caribe y del que, en cierto modo, debía de sentirse muestra viviente.

La exposición del Reina Sofía reúne más de doscientas piezas de obra gráfica, sobre todo óleos, pero también aguafuertes y otras técnicas de ilustración, así como muchas fotografías y todo tipo de documentos como revistas, cartas, postales, carteles, etc. Un verdadero lujo que permite seguir la peregrina existencia de Lam y situarlo en sus diversos momentos, siempre rodeado de intelectuales, escritores, poetas, pintores, con los que mantuvo muy diversas relaciones. De Picasso, que tiene una influencia abrumadora en su obra, debe de haberse considerado discípulo. Y también de Michel Leiris, el director del Museo del Hombre, que fue el primero es mostrarle de modo sistemático el arte africano, que sería decisivo para él. Tuvo también mucha relación con André Breton y todo el círculo surrealista; pero, sobre todo con Breton. Ilustró un largo poema que el autor de Nadja había escrito en Marsella en 1940, Fata Morgana, un exabrupto poético muy interesante. Breton lo scribió mientras esperaba el barco que había de llevarlo a América, escapando de la Francia de Vichy, de los nazis. Si tenemos en cuenta que en ese viaje iban asimismo Claude Lévy-Strauss, André Masson, Wifredo Lam y Victor Serge nos hacemos cargo de que un tiempo muy abigarrado el que vivió Lam. Y lo vivió abigarradamente. Este grupo de evadidos ilustres iba a la Martinica. De ahí, Lam pasó a su Cuba natal, no sin antes encontrarse con Aimé Césaire, que le insufló en parte el espíritu de la négritude. Digo en parte porque él no podía olvidar su procedencia china. En Cuba se reencontró con sus raíces, su madre, su madrina, una negra ancha que parecía sacada de la Cabaña del Tío Tom, y todo eso lo mezcló con la santería y algo más tarde el vudú. Pero lo mezcló incorporando muchas otras experiencias: su estancia en España, su participación en la guerra civil como miliciano y su tiempos de Francia. 

Lam fue desde el primer momento una máquina de producir. Tiene un oficio inigualable y una increíble rapidez de creación. Recuerda mucho la inmensa facilidad que tenía Soutine. Y en los dos casos con efectos similares: tendencia a una forma dominante que se muestra como variaciones más que como sucesión de obras independientes. Casi se diría que los dos son pintores de series. Lo que sucede es que Lam es menos convencional porque aporta influencias plásticas no europeas en una especie de síntesis caribeña.  Los títulos de muchos cuadro parecen sacados del Sóngoro Cosongo de Guillén. Sonidos de santería y vudú, afrocaribeños. Eso gusta mucho en Europa y la pintura de Lam tiene una funcionalidad ornamental notable. 

Pero eso no quiere decir que Lam no tuviera otros elementos. Además de ser miliciano en la República, Lam retrató personas, paisajes de España. Campesinos, las casas colgantes de Cuenca. De hecho, la exposición arranca con unas obras primerizas de la etapa española que son de una cursilería apabullante.  Hizo bien en marcharse a Francia antes del fin de la guerra. En España se dejó una mujer y un hijo muertos de tuberculosis y una juventud todavía en busca de objetivo. En Francia encontró soporte y ayuda para echar a andar ya en madurez. 

Lam tuvo siempre reconocimiento en vida. Pintó lo que quiso y vivió donde quiso también. Los últimos veinte años en un enclave italiano, el Albisola, por insistente recomendación de Asger Jorn. Se rodaron películas sobre él, fue invitado con todos los honores a las fiestas intelectuales de la Habana, se le encomendaron funciones representativas y su cuadro mása célebre, La Jungla, está en el MoMA, al ladito de Las señoritas de Avignon. 

Desde luego, el arte de Lam trasluce un gran sincretismo hasta atávico y no hay inconveniente en considerarlo arte caribeño, pero tiene escaso engarce con la cultura europea. La dedicación a la cerámica también apunta en la dirección de un arte de carácter decorativo. Eso no quiere decir que Lam se desinteresara de los temas de su tiempo. Al contrario, estuvo directamente involucrado en varios acontecimientos, aunque a su manera. Hasta jugueteó con la idea de una cubanidad, algo que suena un poco a ese otro intento nacional-español, esto es, la Hispanidad.

dimecres, 23 de març del 2016

Vanguardia de la vanguardia

El Matadero de Madrid tiene una exposición de novísimos, de artistas novísimos. Un grupo de especialistas, convocado por una iniciativa privada de patrocinio española ha hecho una selección de una decena de artistas españoles e italianos jóvenes (ninguno llega a la cuarentena) y todos ellos aun desconocidos. Hacen muy bien. El arte necesita impulsos. Los artistas en exposición utilizan técnicas y materiales muy variados y tienen visiones estéticas muy diversas. Ninguno de ellos es convencional porque hasta el fotógrafo José Guerrero, que afirma estar en la tradición de Atget, Strand o Walker Evans, y presenta paisajes con una técnica especial, inoculando los pigmentos en tela. Diego Marcon representa figuras muy originales, a base de tubos de neón. Anna Franceschini se vale de vídeos que representan una realidad mediada con decisiones artísticas. Gabriele de Santis presenta una curiosa mezcla de iconografía digital con marcas populares y mercancías siempre al borde del fetichismo. Rubén Guerrero y Miren Doiz son los que más se acercan a una  concepción pictórica que trasciende tanto el fugurativismo como la abstracción.

La exposición es interesante, ilustra sobre las nuevas tendencias, no conoce pauta alguna de común de orientación y resulta algo fría y desconcertante. Probablemente como el tiempo que refleja.

dissabte, 12 de març del 2016

El arte del judío

Chagall siempre emociona, siempre enternece. Su pintura es una amalgama de elementos tan dispares, siempre armonizados sin que se sepa cómo, que nunca basta con mirar sus cuadros. Hay que remirarlos y, cuando se aparta la vista y la imagen se queda en la memoria es fácil que sea preciso volver por tercera vez porque hay algo que no encaja, alguna figura fuera de contexto, algo que es preciso observar de nuevo para convencerse de que sí, está allí y casi parece no estar. Quien dice la pintura dice asimismo la obra gráfica pues parte de esta -litografías, xilografías, grabados, es la que se expone en la Fundación Canal en Madrid-. Chagall divino y humano se llama la muy interesante muestra. Divino y humano; alfa y omega; el ser y la nada; los polos de la totalidad; eso que abarca la obra completa de este pintor judío ruso de Bielorrusia. Dios y los hombres.

En Occidente, especialmente hasta el siglo XIX y en buena medida también después de él, la pintura es mayoritariamente cristiana. Es abrumadora la presencia de temas neotestamentarios: Cristo, su madre, los apóstoles, los santos y mártires, Papas, iglesias, ceremonias. La crucifixión de Cristo debe de ser el tema más frecuente del arte europeo en pintura y escultura. Son menos frecuentes los temas veterotestamentarios y estos están vistos desde la posterior perspectiva cristiana.Y, por supuesto, salvo casos excepcionales (y, por lo general con carácter condenatorio: autos de fe de relapsos etc) no hay temas judaicos. Si acaso alguna obra de Rembrandt (como la novia judía), autor influyente en Chagall o, posteriormente, Delacroix y muy poco más. El judaísmo, en cambio, está muy presente en toda la obra de Chagall. Chagall no es solamente uno de los grandes pintores del siglo XX, sino el mayor pintor judío. Nacido en una familia hebrea practicante de tendencia jasídica, Chagall recibió educación en la Biblia y a ella se atuvo toda su vida. Hubo más cosas a las que fue fiel o se atuvo también toda su larga y fructífera existencia, empezando por su pueblo natal, Vitebsk, en el que pasó su infancia y adolescencia y cuyos temas, casas, campos, carros, gallinas, asnos, etc aparecen una y otra vez en su obra. Y, junto a la religión hebrea y la aldea bielorrusa, el deslumbrante París, en donde pasó su etapa formativa más importante.

Chagall es el gran maestro del color, que ha absorbido de las corrientes postimpresionistas y modernista y, junto al color, esos temas de circo (acróbatas, trapecistas, etc) que terminan de dar a su pintura ese toque poético que la envuelve, con sus amantes fundidos en abrazos y levitando, sus violinistas verdes volando sobre los tejados de las casas de la aldea, sus pacientes animales, esos pájaros que recuerdan los de Max Ernst, el surrealismo desbordante que todo lo empapa. No es de extrañar que el primero en descubrir el genio de Chagall en Francia fuera otro poeta, el primer surrealista, Guillaume Apollinaire, de quien se hizo muy amigo el judío hasta la muerte prematura de aquel en 1918. Junto a todas estas consideraciones bastante conocidas de la obra de Chagall, hay una que casi nunca se menciona y que, en mi opinión, fue decisiva, fundamental, en la formación del joven pintor judío y que también lo acompañó toda su vida de un modo discreto que casi nunca se resalta: la influencia inmensa que sobre él tuvo su primer maestro, el también judio Leon Bakst. Cualquiera que haya visto obra de Bakst, especialmente sus figurines teatrales, verá revivir la temática y estilo en Chagall.

Así no es de extrañar que, habiendo triunfado relativamente pronto en su vida, la revolución bolchevique incorporara a Chagall en su ambicioso programa de expansión cultural y artística, si bien el pintor prefirió mantenerse relativamente al margen. Hay poco -por no decir nada- espíritu suprematista, constructivista o futurista en su obra, tendencias dominantes en la burocracia soviética sector creación artística. Durante una temporada desempeñó una tarea organizativa en su Vitebsk natal y acabó por fin emigrando a Francia en los años veinte. Tampoco es de extrañar que en los treinta los nazis la tomaran con él como uno de los representantes más típicos del "arte degenerado", ese concepto perfectamente estúpido con el que Goebbels requisó miles de obras de artistas, substituyéndolas por memeces insoportables que glorificaban la raza aria, sus rubios muchachos y sanas doncellas.

En la exposición hay poco color, pero alguno hay y es realmente bello: unas litografías a color con delicadas y preciosas escenas de un París personal (encuentro genial el gallo sobre París) y algunas xilografías también a color.

Pero el núcleo de la exposición es una selección de las ilustraciones que hizo para una edición de las Almas muertas, de Nicolai Gogol y de la Biblia. Las Almas muertas, publicado unos veinte años antes de la emancipación de los siervos en Rusia es una galería de tipos sociales rusos, un friso de la sociedad agraria y urbana de la Rusia de mediados del siglo XIX cuando los siervos eran propiedad de los señores que podían venderlos como ganado y por los que aquellos pagaban impuestos como si fueran bestias, incluidos en muchos casos, dados los defectos del censo, por los que ya habían fallecido y por eso se llamaban almas muertas. Las aguafuertes de Chagall son una galería de retratos por la que pasa toda la vida rusa que el autor conocía de primera mano, los comerciantes, la pequeña nobleza, los campesinos, los funcionarios, la señoras de sociedad, etc.

Las ilustraciones de la Biblia son extraordinarias. Aquí han llegado veinte, pero todas tienen verdadera fuerza, sobre todo las que se concentran en la historia de Jacob y especialmente la de su hijo José, a la que Thomas Mann dedicaría una famosa trilogía. También impactan sus imágenes de Moisés recibiendo o rompiendo las tablas de la ley.

Chagall es un ser seráfico que nos permite asomarnos a otro mundo, uno en el que los burros vuelan, los rabinos parecen chamarileros, la torre Eiffel se curva y las gallinas picotean por el Campo de Marte.

dimarts, 1 de març del 2016

Herederos de la hecatombe

Desde el 26 de febrero al 5 de junio próximo, la Fundación Juan March tiene una interesantísima exposición titulada Lo nunca visto, comisariada por Horacio Fernández (fotografía), María Dolores Jiménez-Blanco (pintura) y Zdenek Primus para una sección especial dedicada a la pintura checa de la postguerra.

El sentido último del evento es contextualizar el informalismo como estilo y corriente tanto en pintura como en fotografía en la postguerra, casi como una propuesta de causa-efecto.

Desde luego, cuando callaron las armas en 1945, dejaron de caer las bombas sobre ciudades devastadas y se abrieron los campos de exterminio (Vernichtungslager), un atroz panorama de muerte y destrucción se abrió a la mirada incrédula de unos occidentales que jamás creyeron que la decadencia de Occidente llegaría tan lejos. Y, mientras millones de supervivientes iniciaron caminos de retorno a sus hogares, en tanto que otros eran desplazados forzosamente, se oía la voz de Adorno con su famosa sentencia, luego varias veces matizada, de que "Escribir poesía después de Auschwitz es terrorismo". La poesía había muerto con el holocausto; y la pintura; y la escultura; y el arte en general. La especie humana se había hecho odiosa a sí misma y ahora se prohibía esa exaltación espiritual que siempre va con la creación artística. 

Los casi doscientos cuadros, fotos y otras piezas que aquí se exhiben, suponen una ruptura tan radical y violenta con las vanguardias artísticas de la preguerra que parecía venida de otro planeta. De pronto, el cubismo, el expresionismo y el abstracto quedaban envueltos en la desdeñosa determinación de arte formal. Forma no figurativa, pero forma al fin y al cabo. Lo que ahora se plasmaba en los lienzos, muy en la estela del drip style, de Jackson Pollock, era un expresionismo carente de toda forma y que en su desgarramiento, en muchos casos, traía a la memoria las dantescas imágenes de ciudades destruidas, fosas comunes abarrotadas, montañas de cadáveres empujadas por bulldozers. Esa es la idea de la exposición: de ahí, de la destrucción y la miseria sale un  arte explosivo hecho además con  materiales de desecho, arpilleras, tierra, cartón con tonalidades sombrías o en donde los colores estallan. 

La postguerra fue miseria, hambre, ruinas, explotación, prostitución, venganzas, asesinatos y el arte transmitiría esas sensaciones en Europa y especialmente en España en donde ya veníamos de vivir la nuestra propia después de una guerra civil que dejó el país tan reducido a escombros que uno de los organismos de la dictadura que más trabajo acumulaba fue la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones. La postguerra del hambre y la miseria, con medio millón de exiliados y cientos de miles de personas encerradas en los penales, cárceles y otros lugares improvisados al efecto, conventos, antiguos reformatorios, cuarteles o campos al aire libre, como el siniestramente célebre de Albatera, en Alicante. Por no hablar de los otros cientos de miles asesinados y enterrados en fosas comunes en toda España. La vida, sombría, sometida al racionamiento, cuyas cartillas solo se suprimirían en los primeros años cincuenta, como en muchos países europeos.

En un ambiente nada propicio al cultivo del arte, los primeros artistas que organizan un grupo son los catalanes con la creación del grupo Dau al Set, fundado por el poeta Joan Brossa y al que pertenecieron Antoni Tàpies, Modest Cuixart, Joan-Josep Tarrats y ocasionalmente Carlos Saura o Manolo Miralles, de todos los cuales hay bastante obra en la exposición, toda ella informalista, un largo, continuado grito contra un mundo brutal y horrorizado. El Dau al Set se disolvería hacia mediados de los años cincuenta. El relevo lo tomó el madrileño grupo El Paso, en 1957, del que hay muy abundante representación: Rafael Canogar, Luis Feito, Manolo Millares, Antonio Saura, Martín Chirino, el escultor Pablo Serrano. En el grupo El Paso está el origen del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, gestionado, por cierto por la Fundación March, cuyos fondos se nutren precisamente del informalismo español, desde Tàpies a Zóbel.  

La presencia española es muy abundante, pero la exposición trae también mucha obra de los informalistas internacionales más reconocidos Alechinsky, Karel Appel, Alberto Burri, Jean Dubuffet, Georges Mathieu, Pierre Soulages, etc. Pintura de vanguardia, experimental, de ruptura; pintura que se revela contra la función meramente decorativa del arte en los circuitos burgueses y que quiere presentarse como ventanas que nos muestran el desastre que nuestra irracionalidad ha dejado detrás de nosotros.

Cuidado especial para las primeras muestras de fotografía informalista. Fueron las imágenes de los campos de exterminio, como las de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, las que aprestaron aquella famosa crítica de Susan Sontag en la que denunciaba nuestra complacencia al presentarnos las fotos del horror en nuestras vidas cotidianas, al contemplar desde nuestros salones, las imágenes del sufrimiento ajeno para mitigar el cual organizábamos eventos. Y la práctica prosiguió más tarde sin miramientos con la guerra del Vietnam y su diaria ración de barbarie tecnológica todos los días en los salones de nuestras casas a la hora de comer. 

El informalismo fue la rebelión de quienes no tenían esperanza a la que dirigir su mirada, carecían de consuelo y ya no creían en utopías milenaristas. Pintaban con rabia, esculpían con rabia y llenaron una época a la que después se acostumbraron a mirar hacia atrás, con ira

dilluns, 22 de febrer del 2016

El arte contra el tiempo

En su sala del madrileño Paseo de Recoletos, la fundación Mapfre ofrece una exposición de pintura italiana entre los dos siglos XIX y XX con ese título, que es el de un proceso o cambio, Del divisionismo al futurismo, de muchísimo interés. Los comisarios, Beatrice Avanzi y Fernando Mazzocca, han pretendido documentar esta transición con 80 cuadros muy oportunamente escogidos. El neoimpresionismo francés desembocaría en el puntillismo de Seurat que supone un tratamiento pictórico de la luz de acuerdo con las últimas teorías acerca de esta y en el estilo que el propio Seurat llamaría cromoluminarismo que, en último término, consistiría a atrapar la mayor cantidad posible de luz en un cuadro y tratarla según criterios armónicos deducidos de aquellas teorías.

Muy influidos por la pintura francesa de la época, un grupo de audaces pintores italianos (entre ellos Emilio Longoni, Angelo Morbelli, Gaetano Previati o Giovanni Segantini) del norte del país, recogió el envite y, aprovechando los estudios sobre luz y colores del milanés Vittore Grubicy de Dragon, inició la vanguardia llamada Divisionismo. La primera exposición de la tendencia se celebró en la Academia de Bellas Artes de Milán en 1891 y la exposición ofrece abundante muestra de estos primeros pasos del divisionismo que, como buen hijo del impresionismo, predicaba la necesidad de pintar al aire libre, captar luces, matices y colores, cosa que logran estos pintores con sorprendente, absoluta maestría, aplicada a una insólita variedad de temas, no solo paisajes o retratos, sino también temática filosófica y trascendental. Es injusto que Severini o Previati sean menos conocidos que Signac o Seurat y solo explicable por el hecho de la mayor potencia publicitaria de Francia en relación con Italia.

El puntillismo italiano tampoco tiene nada que envidiar al de los maestros franceses. Hay un cuadro del también compositor Luigi Russolo, (periferia-trabajo) que lo muestra claramente y, de paso, apunta a otra característica de esta vanguardia italiana, su rotundo compromiso social. Son los años posteriores a la unificación del país y los del comienzo de la revolución industrial y el norte es precisamente en donde se dan las luchas de clases más agudas y características. Algunos divisionistas, como Giuseppe Pellizza da Volpedo (cuyo cuadro Novecento se hizo famoso por la película de Bertolucci) dedicaron especial atención a estos temas sociales, pero no solo él. El visitante encontrará en la exposición el célebre cuadro-denuncia del hambre de Emilio Longoni, reflexiones de un hombriento, de 1894, ciertamente impresionante.

Además del neoimpresionismo, la exposición documenta igualmente el impacto del simbolismo, con alguna obra muy significativa de Previati. Y, por supuesto, todo ello acabaría desembocando en la más típica vanguardia italiana del futurismo, inspirado por Filippo Tommaso Marinetti, cuyo manifiesto, publicado primeramente en italiano y luego en francés en Le Figaro, en 1909 figura en la exposición en el texto original y, parcialmente, un curioso montaje lateral. Al futurismo se adhirieron muchos divisionistas y gentes provenientes del cubismo, Umberto Boccioni, Carlo Carrà, Giacomo Balla, Gino Severini, Luigi Russolo, etc, un movimiento que tuvo resonancia en otro lugares, como España, Inglaterra y sobre todo Rusia, en donde llegó a desarrollar su propia tendencia. 

La estética plástica futurista es fascinante por lo extraordinariamente experimental. Es un estilo ambicioso que quiere captar el espíritu (construido) de una época de maquinismo, velocidad, progreso, innovación, sonido en una especie de obsesión por la sinestesia que hace que cada cuadro venga siendo siempre algo más que él mismo como cuadro y que su contemplación suela ser materia de reflexión y trabajo. Influido por el cubismo, el futurismo rompe moldes continuamente y exige siempre mirada clara, limpia y libre de lo que los vanguardistas españoles de la época, imbuidos de futurismo, Dalí y García Lorca, llamaban el espíritu de los "putrefactos"

La estética discursiva, sin embargo, resulta mucho menos interesante, por no decir  claramente repulsiva. La ideología del vivere pericolosamente, con sus ecos nietzscheanos, así como la admiración por el maquinismo, la reticencia hacia el pasado y el culto a la juventud, la audacia y la innovación y la permanente referencia a lo venidero, resultan muy sugestivas. La celebérrima comparación de Marinetti entre un  coche de carreras a toda velocidad y la Victoria de Samotracia, tiene chispa y, aunque uno no acaba nunca de darle la razón porque el espíritu clásico pesa mucho, no hay inconveniente en reconocerle la frescura de lo irreverente.

Pero hay en el futurismo igualmente un regusto supremacista, elitista, autoritario, antidemocrático y, sobre todo, misógino ("el desprecio a la mujer") que lo hacen particularmente desagradable y, por la lógica de las relaciones de significado, próximo al fascismo. De hecho, el futurismo italiano acabaría siendo fascista como el ruso sería comunista. Casi se ve como inevitable, en el contexto de aquellos años, que Marinetti fuera fascista y que lo fueran otros futuristas, no todos. 

Esta cuestión de la dimensión política del arte y el pensamiento filosófico es de las más escabrosas que puedan darse. El arte, la filosofía, la poesía, en cuanto productos sublimes del espíritu, no tienen por qué tener vinculaciones políticas. Pero el hecho es que las tienen. La cuestión es saber si es posible separar el juicio estético del político. En qué medida, afecta su militancia fascista a la poesía de Gabriele D'Annunzio, o la suya a Ezra Pound. O la militancia comunista a la poesía de Pablo Neruda o Rafael Alberti. No deja de ser algo desconcertante que uno de los más importantes filósofos europeos del siglo XX, si no el más importante, Martin Heidegger, fuera nazi.

En fin, en algún momento el tiempo, ese guasón rabelesiano, acabaría encajando el futurismo entre los recuerdos del pasado. Los propios futuristas intuían esta paradoja. Por eso, a partir de cierto momento, Giacomo Balla empezó a hablar del "arte pasadista" o arte del pasado y se firmaba "Futur Balla", tratando de mantenerse por encima de la guadaña del tiempo.


divendres, 1 de gener del 2016

La huella de Vermeer

Vari@s lector@s han comentado con agrado el cambio de imagen de portada a la Vista de Delft, de Vermeer. Mudo la reproducción una vez al mes y esta vez lo decidí hace unos días, después de leer un libro interesante sobre el pintor llamado "de la luz", y aprovecho para hacer un comentario adicional, trayendo en mi apoyo esa insólita maravilla universalmente famosa de la joven con un pendiente de perla que según parece, era una de sus diez hijos, pues viviendo casi en la miseria, no le daba para pagar modelos. Y, viendo a la chica, a la que se ha llamado la otra perla del cuadro, tampoco le hacían falta.

En el libro que menciono (del que Palinuro publicó una reseña hace unos días, Sinestesia) se da gran importancia a la Vista de Delft, que la tiene, desde luego, aunque no sea más que porque se trate de una de los escasísimas pinturas de paisaje del artista, de las poquísimas al aire libre (no sé si llegarán a más de cuatro) y quizá la más famosa. El autor da vueltas a una conocida controversia desatada hace ya unos años acerca de si Vermeer empleó una cámara oscura para pintar sus obras. Así lo sostenía un académico, Philip Steadman, y a la tesis se apuntó el pintor David Hockney con entusiasmo, pues extendió la explicación a otros artistas, sosteniendo que los "antiguos maestros" se valieron de artilugios e inventos, de instrumentos ópticos para conseguir sus efectos. Hubo bastante indignación y hasta quien acusó a Hockney de envidia porque él no era capaz de igualar a sus modelos. Fue tanto el barullo que, hace poco, un inventor de éxito de los Estados Unidos, Tim Jenison, decidió hacer la comprobación empírica. Construyó una cámara oscura con los materiales propios del siglo XVII, construyó igualmente una habitacion exacta a la que aparece en La lección de música, del pintor de Delft y consiguió el resultado que buscaba y, sin tener ni idea de dibujo ni pintura, la reprodujo de forma bastante aceptable, según cuenta un reportaje de Vanity Fair. El experimento ha pasado a documental y, en principio, parece que la controversia esté zanjada: Vermeer se sirvió de una cámara oscura y lo hizo también al pintar la Vista de Delft, como, según parece, también lo hacía Canaletto para sus vedute de Venecia. El autor del libro que he leído mantiene su escepticismo y no acaba de darse por convencido, a pesar de que no parece que al propio Vermeer le importara tanto. Su frecuente recurso a los trampantojos, como solían hacer los pintores flamencos, lo demuestra.

¿Está o no zanjada la controversia? Naturalmente que lo está porque ni controversia debía haber habido. Parte esta de una idea sublimada y primigenia de la creación, como si lo artistas fueran ángeles, seres inmateriales que solo pudieran servirse de su visión y su llama interior, sin ningún apoyo técnico o material que contaminaría su obra. Pero esto no es cierto. Todos los artistas se sirven de medios técnicos; la paleta, los pinceles, los colores, las pastas, son medios técnicos. Los propios creadores, artistas, eran considerados artesanos, estaban agrupados en gremios, cumplían encargos y, para ello, echaban mano de todo lo que podían, entre otras cosas, todos los artilugios y mecanismos que pudieran poner al servicio de su arte. Lo hacía Leonardo da Vinci, lo hace Barceló y lo hacen todos. Y hacen bien. Por cierto, el propio Hockney se vale de todas las tecnologías que puede. La idea de que el uso de medios técnicos desmerece la obra de arte es una tontería. El arte es arte precisamente porque es lo que queda después del uso de la tecnología. El experimento de Jenison es la mejor prueba: ha reconstruido la habitación de la Lección de música y ha pintado la Lección de Música de una forma, él mismo lo reconoce, "bastante aceptable". La distancia que va desde este "bastante aceptable" a la obra auténtica de Vermeer, ese diferencial, es el arte. Está en Vermeer y no está en Jenison. 

En cambio, el autor al que me refiero, no menciona el hecho también muy famoso de que la Vista de Delft aparezca casi al final de En busca del tiempo perdido, de Proust. En La prisionera, el quinto volumen de la novela, uno de sus personajes, el escritor Bergotte (probable trasunto de Anatole France) acude a una exposición a ver la Vista de Delft y, mientras la contempla y reflexiona sobre ella, fallece. Lo fascinante de esta historia es que narra la experiencia del propio Proust, de quien, en cierto modo, puede decirse que describió y proyectó su muerte. Fue él quien acudió a la exposición de Vermeer en 1921, a ver la Vista de Delft y él quien, después volvió a su casa, de donde ya no salió vivo. Su último tiempo estuvo dedicado a retocar lo que serían los tres últimos volúmenes, publicados póstumamente, La prisionera, La cautiva y El tiempo recuperado. Y ¿qué iban buscando tanto Bergotte como el propio Proust en el cuadro de Vermeer? Lo dice Bergotte agonizante: un petit pan de mur jaune. Desde entonces, han sido docenas los críticos y autores que han buscado el panel en el cuadro. Hay quien encuentra uno, bastante llamativo; quien, dos; y quien, hasta tres.

dilluns, 21 de desembre del 2015

Sinestesia

Michael White (2015) Travels in Vermeer. A memoir Nueva York: Persea Books. (178 págs)

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¡Cómo son los poetas! Pasan días enteros buscando una palabra, pero pueden escribir un libro sin un motivo aparente y sin una idea clara de lo que quieren decir. Pueden hablar y escribir sin parar para esconder sus pensamientos. O incluso para esconderse de sí mismos. O para desdoblarse y tratar de distraer al yo que se han inventado. Quieren ser tan puros en el enunciado, tan cristalinos, directos, inmediatos que nunca acaban de explicar qué van a decir, con lo que todo decir se les convierte en indecible. Quieren transmitir, pero no saben qué, ni cómo y, a veces, se ofenden cuando se les entiende. O se hace como que se les entiende, que también los lectores llevan cierta parte en la ceremonia de lo inefable.

El libro de White Viajes en Vermeer, se subtitula A memoir, que viene a ser algo así como un recuerdo y es muy peculiar porque no se ajusta a ningún género convencional. Es simplemente un relato en prosa, intercalado con algunos, escasísimos poemas pero con un espíritu poético. Sobre ¿qué? Sobre el presente del autor y su pasado. Dado el carácter de este casi parecería un informe (también serviría como acepción de memoir) para un psiquiatra o algo similar. Por el pasado que narra, lo extraño es que este escrito no haya visto antes la luz aunque, claro, no podría tener las dimensiones que tiene y en esto también hay parte de su razón de ser.

Es un relato de una serie de viajes y un trozo de vida del autor a raíz de un divorcio agrio de su segunda mujer, quien le impide ver a su hija y es esta carencia, la que, por así decirlo, inicia la narración. Desesperado, pilla un avión y aterriza en Amsterdam, si saber bien por qué. Ya allí, decide visitar el Rijkmuseum para ver Rembrandts y pintura flamenca. Pero se queda prendado de unos Vermeer que encuentra en el camino. Tan prendado que identifica 23 de los 34 cuadros del maestro de Delft en Museos en Amsterdam, La Haya, Washington, Nueva York y Londres y decide verlos todos, desplazándose a los lugares en vacaciones o tiempos sueltos, al tiempo que se sumerge en la lectura de gente que ha escrito sobre Vermeer, como Edward Snow, Lawrence Gowing, etc.

Los distintos museos serán, por tanto, las etapas de un itinerario espiritual, una peregrinación en busca de consuelo y recuperación, un viaje personal hacia el interior y el exterior. La visión y descripción de algunos de los Vermeer más famosos ante los que uno también se ha quedado muchas veces fascinado, como la joven con pendiente de perla, la lección de música o el arte de la pintura que está en la portada del libro, se entreveran con recuerdos de un pasado verdaderamente intenso oculto bajo la apariencia convencional de un profesor de unos sesenta años, que enseña escritura creativa en la Universidad de Chapel Hill, en Carolina del Norte, un estado sureño.

El relato no sigue un curso cronológico ordinario sino que está cruzado de flash backs, de retornos, solapamientos, razón por la cual, se entiende mejor si se establece el hilo ordinario. Venido de un matrimonio roto, plagado de violencia de género, de padres cultos, ambos profesionales licenciados universitarios, el autor se convierte en alcohólico a partir del servicio militar. Solo consigue salir de la adicción apuntándose a las sesiones de Alcohólicos Anónimos. Esta dinámica de grupo puede ser temporal o permanente y en su caso parece ser lo segundo. Solo un par de recaídas. En el curso de la desintoxicación conoce a su primer mujer, diez años mayor que él, de la que se enamora por entero y a la que pierde por cáncer a los diez años. Tras un período de soledad, un segundo matrimonio con una mujer más joven que él, de la que no está enamorado sino, todo lo más, al parecer infatuated, pero con quien tiene una hija que, esa sí, es su más profundo amor. Este segundo matrimonio termina en desastre.

Durante los trámites del divorcio y los intentos de acercarse a su hija, el hombre va visitando los Vermeer, narrando las historias que rodean las visitas, pequeños detalles y enhebrando luego juicios sobre las diversas composiciones que contempla, así como sus otros quehaceres. Consideraciones a veces prolijas y muy interesantes de leer, como, por ejemplo, las que hace sobre el más famoso paisaje de Vermeer, la vista de Delft, bien acompañadas de curiosas peripecias. Por ejemplo, por consejo de su asesor en asuntos emocionales, entra en contacto sucesivamente con dos mujeres desconocidas a las que llega a través de un portal de citas a ciegas en internet. Son dos intentos de encontrar compañía, de buscar afecto y complicidad con espíritus similares. Fascinantes las descripciones de los dos encuentros con dos mujeres que aparecen de la nada, cobran una interesante realidad, cual si se materializaran a través de la escritura como las mujeres de Vermeer a través de su pintura, para desaparecer luego para siempre. Los encuentros de las citas a ciegas no tienen continuidad.

Se superponen los estilos. Parte del relato tiene la concisión y la brevedad de un reportaje; otra se detiene más en la descripción. Hay trozos novelados, dialogados. En general la prosa es elegante, refinada, distanciada e irónica.  

Los viajes, los juicios sobre los Vermeer, sus reflexiones sobre las mujeres, la soledad, los cuadros de grupo, le refrescan su propio pasado y le hacen escribir sobre él. Vermeer tuvo una vida breve, sembrada de miseria y necesidad, con una familia muy numerosa y murió prematuramente arruinado por el hundimiento del mercado del arte en los Países Bajos de su tiempo. Casi parecería que el maestro de Delft hubiera creado sus fabulosas obras para que sirvieran de consuelo y reparación a un alma destrozada por penas de amor como la suya unos siglos más tarde. White no dice tal cosa, naturalmente, pero yo, sí. Se le nota mucho en las descripciones de los distintos cuadros de Vermeer porque nadie que escriba o hable puede evitar dar pistas no sobre lo que dice sino sobre lo que piensa. Casi todos los comentarios sobre las mujeres de las composiciones de Vermeer se refieren a cómo miran y, en concreto, cómo lo miran a él. Es verdad que en algunas de las composiciones, las mujeres se vuelven hacia el hipotético espectador a lo largo de los siglos. Pero tiene gracia que el autor llegue a preguntar a un especialista holandés si la joven con el pendiente de perla gira la cabeza hacia el espectador o, al contrario, se dispone  a mirar para otro lado.

Poesía, pintura (ut pictura poesis), literatura, solo falta la música para ampliar la sinestesia. Y, en efecto, como era habitual en la pintura flamenca, varias de las obras de Vermeer tienen tema musical y están comprendidas en el peregrinar por el amor y el arte de White: la carta de amor (Amsterdam),  joven con una flauta (Washington), Mujer con un laúd y la lección de música interrumpida (Nueva York), Mujer tocando la guitarra, la lección de música, mujer ante un clavicordio, mujer sentada al clavicordio (todas en Londres). Es curioso que White, quien comenta en detalle y profundidad colores, luces, texturas, brillos, mapas, objetos y hasta vestimentas, prácticamente no preste atención a los aspectos musicales. La variedad de instrumentos evoca sonidos, melodías distintas que pueden imaginarse en sus relaciones con los colores. A veces, la acción interrumpe una ejecución musical, como en la carta de amor y, a veces, la interpretación de una pieza es la acción del cuadro, como en los dos últimos que White comenta, mujer ante un clavicordio y mujer sentada ante un clavicordio, que el autor juzga pendant el uno del otro.




dilluns, 7 de desembre del 2015

Al servicio de Dios.

En el museo del Prado hacen tres por el precio de uno. Con la entrada de la exposición de Ingres puede verse también otra de Luis de Morales, llamado el divino Morales y otra de cristalería artística de Milán en el siglo XVII, llamada arte transparente que también está muy bien para los aficionados a estas piezas de lujo, vinagreras, salseras, jarras, joyas labradas en cristal de roca con procedimientos secretos en la época y con un espíritu ornamental sobrecargado y barroco, escasamente de mi interés.

El Divino Morales ya es otra cosa. No sabemos en dónde nació el pintor, pero pasó toda su vida entre Cáceres y Badajoz en el siglo XVI, el gran siglo del Imperio. No se movió jamás de la zona salvo alguna breve estancia en Sevilla, en Portugal y en Milán y aun el viaje a Milán no es muy seguro. Puede parecer demasiado sedentarismo o quizá falta de curiosidad... o de necesidad en aquellos años en que en España todo el que podía, se movía. No era el caso de Morales que estableció un taller para pintar retablos, altares, obra de encargo para conventos, monasterios e iglesias, cosa que hizo casi a ritmo de producción industrial. Extremadura era entonces muy rica, estaba en la ruta de la plata de América y bullía de cenobios y edificios eclesiásticos que actuaban como mecenas y clientes del pintor. De hecho, la última parte de la exposición está dedicada a la obra de Morales por encargo directo del obispo de Badajoz Juan de Ribera, más tarde canonizado. El artista estaba tan a su servicio que se le consideraba el pintor de cámara del prelado, quien gustaba de hacerse retratar en los retablos de tema piadoso. Algo frecuente en la pintura flamenca que solía incluir a los donantes en las alas de los trípticos. En Flandes los donantes eran religiosos pero también personalidades de la vida civil, aristócratas, banqueros, altos funcionarios, comerciantes, mientras que en España solo había, al menos en Extremadura, mecenas del clero. Esta diferencia revela mucho sobre las que se daban entre los dos países, culturas y sociedades que, con el tiempo, no han hecho sino aumentar.

Toda la pintura de Morales es sacra. Entre él y su taller debieron de pintar decenas de Vírgenes, Madonas, todas según el mismo o muy parecido modelo, pasiones de Cristo, descendimientos, piedades y otros momentos religiosos con predominio de temas atormentados que invitaran al arrepentimiento a los fieles. Prácticamente en serie. Para individualizar algo sus cuadros, Morales incluía algún trampantojo, por ejemplo una mosca sobre una gasa o el antebrazo del niño Jesús. Con tal afluencia de dinero de América y tanta riqueza en los conventos y monasterios, el taller sin duda prosperaba y se limitaba a producir lo que la clientela demandaba, pintura piadosa. Los compradores no querrían correr riesgos y pedirían modelos de éxito garantizado y el taller se acomodaba a un nivel bajo de exigencia.

Morales había absorbido algunas influencias a las que se mantuvo fiel toda su vida, casi sin desarrollarlas: sus madonas son todas figuras de Rafael tratadas con el sfumato de Leonardo y con poderosas influencias flamencas. Por ejemplo, de los cuatro tipos predominantes de vírgenes que producía (y siempre la Virgen con el niño): la Virgen de la leche (que es el emblema de la exposición), la del sombrerete o gitana, la Virgen con el niño escribiendo y la del huso, las del sombrerete o gitanas tienen siempre una fuerte impronta de Durero, visible en el peinado y el color del cabello. No sé si la Virgen del huso tiene alguna concomitancia con el mito de las tres parcas y el hilo de la vida, pero pudiera. Los Cristos de la pasión también son todos muy parecidos.

Las obras no producidas en serie (aunque sí, probablemente, por encargo) tienen más personalidad y en ellas el artista revela considerable maestría. Las influencias siguen siendo italianizantes y flamencas en paisajes y composiciones, pero tienen personalidad y atrevimiento. La resurrección de Cristo o la oración en el huerto son piezas de mucha calidad. Llama la atención un Varón de los dolores que aparece sentado con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en el brazo en una actitud que recuerda la Melancholia de Durero. 

Una última observación respecto a la pintura religiosa católica.  El Concilio de Trento, la cumbre de la Contrarreforma, describió al dedillo el programa iconográfico de la Iglesia, lo que era y no era admisible en punto a imágenes en lugares de culto u oficiales en que hubiera pintura sacra. Ese programa era estricto y estaba ya en vigor en todo el mundo católico que utilizaba la pintura como un instrumento de propaganda en sociedades en que el analfabetismo era casi total y apenas había clases medias, comerciantes y burgueses, empeñadas en leer. El mensaje se transmitía a través de las artes plásticas, la pintura y la escultura. La imaginería española, Berruguete, Montañés, Salzillo, etc., forma un género aparte dentro de la escultura. Se distingue en sus materiales (madera, ya que se trataba de imágenes que se sacaban en andas para encender el fervor popular) y en su expresividad, casi caricaturesca, acentuando los sentimientos. En verdad, parte de la pintura del Divino Morales muestra una expresividad que pudiera pasar por influencia flamenca de no estar más cercana a la imaginería española. 

La observación se refiere al valor intrínseco de este arte al servicio de curas y frailes, hecho en serie, con un programa definido y que, aunque sea producido por artistas del talento de Morales, resulta frío y falso. No me parece que los protestantes que decretaron la desaparición de las imágenes de los templos, siguiendo criterios iconoclastas para fomentar la devoción como relación íntima con Dios y no como escenificación, perdieran gran cosa.

diumenge, 6 de desembre del 2015

Anhelo de perfección

En el museo del Prado, un acontecimiento: la primera retrospectiva de J. A. Dominique Ingres en España, país en el que no hay un solo cuadro del pintor, fuera de un boceto o algo así en poder de los duques de Alba. Probablemente por su carácter excepcional, la exposición fue inaugurada por la Reina Letizia. Debió de ser divertido ver a esta señora, de delgadez dicen que anoréxica, pasear entre las redondeces eróticas de los desnudos del autor de La gran odalisca. ¡Qué cosas tiene el protocolo!

La muestra trae unos cincuenta lienzos de los más famosos del autor, procedentes de medio mundo, especialmente del Museo del Louvre, y es un  repaso de toda su obra, desde sus primeros trabajos preparatorios para su objetivo del comienzo de conseguir el premio de Roma de la Academia hasta la los últimos poco antes de morir a la provecta edad de 87 años. Faltan algunos de los más célebres, como La fuente o la Apoteosis de Homero, pero el aficionado podrá contemplar muchas obras de universal aclamación, ejemplos únicos de una labor cuyo norte fue siempre alcanzar la perfección. Algunos de sus trabajos más conocidos le llevaron veinte años, realizaba innumerables bocetos preparatorios y es leyenda que, siempre que podía, al hacer los retratos, primero los pintaba desnudos y luego los vestía, de forma que los atuendos siempre están ajustados el cuerpo que visten.

Ingres es inclasificable. Su maestro Jacques-Louis David lo llevó a la vía del clasicismo y la pintura histórica, pero Ingres tiene su propio genio. Basta comparar algunos de los temas que los dos trataron. Por ejemplo, el episodio de Antíoco y Estratonice. El que se ve en la exposición es lo mismo que el de David, los mismos personajes y el mismo momento, pero son muy distintos. Ambos artistas, David y Ingres son de la era napoleónica. Los dos retrataron al emperador. Pero mientras David lo hizo a caballo, cruzando los Alpes y compartiendo la gloria con Alejandro y Aníbal, Ingres lo pintó una vez como Cónsul y otra como Júpiter sentado en trono. Los dos pueden verse en la exposición. Lo de Júpiter no es exageración. Napoleón reproduce la figura de Júpiter también pintada por Ingres, aunque no figura aquí, en su cuadro Júpiter y Tetis, cuando la náyade va a implorar al padre de los dioses por la vida de su hijo.

La pintura histórica, impregnada de clasicismo, muy común en la época, cultivada por artistas señeros como Meissonier y Vernet, dominaría el gusto del siglo hasta la irrupción de la primera vanguardia impresionista, ya en el último tercio. Pero en el caso de Ingres, ese clasicismo se mezcla de goticismo y revela un fondo romántico. Que yo sepa pintó dos escenas del poema de Ossian, ambas muy parecidas. Aquí encontramos una de ellas, el sueño de Ossian, una magnífica composición que representa al bardo imaginario durmiendo junto a su lira mientras el resto del cuadro se llena con las figuras de la supuesta epopeya gaélica que un poeta moderno se había sacado de la cabeza. La composición es extraordinaria como representación plástica del reino de la leyenda, como la ensoñación de una brumosa mansión de los héroes o Walhalla..

La pintura histórica bebe inevitablemente en fuentes literarias, otro de los fuertes de Ingres. El cuadro con el que acabó ganando el Premio de Roma, Los embajadores de Agamemnón ante Aquiles es una interpretación formalmente perfecta pero cargada de moralina heterosexual que la hace parecer amanerada aunque, en realidad, es divertida. Aquiles y Patroclo están dando la nota y entre los embajadores cunde el bochorno y el escándalo: Ayax retrocede asustado y Néstor no quiere mirar.  De la literatura, del Orlando furioso, procede el cuadro de Ruggiero y Angelica. Romanticismo a chorros por tema y violencia de la composición, así como el morbo de Angelica desnuda e inerme encadenada a la roca y vigilada por tremendo monstruo. Y de la literatura procede asimismo otro famoso lienzo, reproducido hasta la saciedad en nuestra época, Edipo y la esfinge, que da una interpretación del futuro rey de Tebas muy influyente luego en la pintura simbolista al estilo de Moreau. 

Los desnudos, los famosos desnudos, escándalos de su tiempo, ocupan una parte importante de la exposición, especialmente el de La gran odalisca, un hito en la saga de los desnudos femeninos yacentes que empiezan con Giorgione y llegan al día de hoy. De este se resalta que esté de espaldas y gire la cabeza para mirarnos. Claro, de no hacerlo, hubiera necesitado un espejo, que es de lo que se vale la Venus de Velázquez, otro de la serie. Menos se resalta, me parece, que el turbante de la odalisca es, precisamente, el de la Fornarina de Rafael, que también aparece en el retrato que Ingres hizo del otro pintor que, junto a David, forma el bagaje creativo de Ingres. Todos sus desnudos son rafaelescos. Pero tienen algo que los proyecta al futuro y los convierte en modelos de la pintura de Bouguereau, Cabanel o Gêrome, mucho más afectados.

La galería de retratos está bien representada con algunos de los más logrados y reconocidos, como el de la Condesa de Haussonville, que figura en la reproducción de reclamo. De todos modos, siempre encuentro mucho más interesante en este asunto los autorretratos. Hay tres extraordinarios, uno, al comienzo de su carrera, un joven lleno de proyectos y otro al final de ella, ya octogenario lleno de introspección. El tercero es un autorretrato de oportunidad: en el imponente cuadro histórico que representa a Juana de Arco en el momento de coronar a Carlos VII, esto es, la recuperación de la Francia de los Capetos y el nacimiento de la Francia moderna, se autorretrata como escudero de la doncella de Orléans. Si Boticelli se retrató entre los pastores que iban a adorar a Jesús, el Caravaggio presenciando el prendimiento de Jesús en el huerto de los olivos y Delacroix (la contrapartida de Ingres) acompañando a la libertad en las barricadas de la revolución de 1830, ¿por qué no iba Ingres a presenciar le sacré du roi 500 años antes?

En fin, muy interesante exposición.